por manglares y palmeras, cerca del surtidor del ?Jardín de la Sultana?.
Pasaron algunos meses. Un día me dijo Antonio:
--?Sabes que he escrito a San Javier, ordenando que este a?o se pinte a Herrera Goya de negro?
--?Hombre, no hagas eso! Ten prudencia.
--?Hola! ?Eres supersticioso?
Tres días después, la sociedad de México quedó consternada, al saber que las hordas rebeldes habían entrado a saco en la hacienda principal de los Hernández Sandoval, que habían prendido fuego a su ingenio, y volado con dinamita el vetusto edificio.
San Javier ya no era más que un enorme montón de escombros.
EL COFRE
A JESUS REYES FERREIRA
Las trémulas llamaradas, que el fuego de la chimenea despedía, hacían oscilar fantásticamente, sobre las paredes del aposento, la sombra del viejo don Alejandro. Arrebujado éste en un sillón, al lado del ancho hogar, procuraba calentar su cuerpo, entumecido, no tanto por el mal tiempo que a la sazón hacía, cuanto por los a?os y penas que sobre él pesaban. Pero, a pesar de su proximidad al fuego, sentía frío.
?Cuántas noches pasara largas horas en el mismo sitio, fija la mirada en la rojiza lumbre! A veces, los encendidos le?os asumían formas que su imaginación trocaba en personas y sucedidos reales, y de esa manera convertía aquel hogar en escenario, en el cual se representaba a menudo el tétrico drama de su vida.
El primer acto, por decirlo así, era de escaso interés. Después de sus primeros a?os, pasados al lado de su madre, veía su vida de colegio, vida triste y sin amigos, que tanto influyó sobre su carácter, haciéndolo hura?o y retraído.
Empezaba el segundo acto con un cuadro pavoroso. Sobre el lecho de muerte yacía su madre, el único ser de él querido, y al lado, de pie, contemplábala un hombre severo, casi repugnante: su padre.
Sucedíanse los demás actos del drama con toda fidelidad. Don Alejandro recorría las principales capitales del mundo, en busca de distracción; pero todos huían de él, como si fuese un ser infecto: con lo cual se agriaba su carácter más y más. Cuando volvía a su casa, encontraba que su padre se moría. Sin sentir dolor alguno, veía cómo se apagaba la existencia del autor de sus días. El médico indicaba que no había más recurso... Llegaba el sacerdote, pero el moribundo sólo lograba enunciar, con gran dificultad, las palabras:
--?El cofre...!
El salón en que se hallaba don Alejandro guardaba muchas obras de arte y objetos antiguos. Entre ellos, en un rincón del aposento, se hallaba un gran cofre de hierro, cubierto, casi en su totalidad, con clavos y remaches de bronce. Este era, sin duda alguna, el cofre al cual el moribundo había querido referirse, pero la llave no había podido encontrarse y el secreto, si secreto había en él, permanecía ignorado.
Por milésima vez, don Alejandro dirigió la mirada hacia el ángulo de la estancia, y se extremeció al ver que el cofre se hallaba abierto. La pesada tapa descansaba contra el muro, dejando ver el vetusto y complicado mecanismo de su cerradura.
Mucho tiempo permaneció el anciano sin poder apartar de aquel sitio los espantados ojos. Por fin, haciendo un supremo esfuerzo, abandonó su sitial al lado de la chimenea, y con una sensación de espanto, se dirigió hacia el cofre. Al principio nada pudo distinguir en el interior, pero pocos momentos después, vió un rectángulo amarillento que yacía en el fondo. Hincóse de rodillas y con mano trémula extrajo aquel objeto. Era un sobre, manchado por el transcurso del tiempo, sin rótulo de ninguna especie.
Repentino y formidable estrépito hízole volver el rostro amedrentado, y vió que la tapa del cofre había caido en su sitio, cerrándolo de nuevo.
Volvió al lado del hogar, para leer el contenido del sobre: pero sus manos estaban de tal manera temblorosas, que no pudo verificarlo. Después de algunos instantes, logró conquistar relativa tranquilidad; abrió la cubierta y con ojos de terror, extrajo el pliego que contenía. Pero le daba vueltas la cabeza, y tuvo que apoyarse en la butaca para no caer al suelo. Fijó de nuevo la vista en el fuego del hogar, y vió claramente la pavorosa escena de la muerte de su madre. Anonadado, miró el anciano furtivamente a su alrededor, temiendo ser observado, y decidió hacer un esfuerzo para leer el pliego; pero el papel se escapó de sus temblorosas manos y cayó entre las llamas que lo consumieron vorazmente.
Don Alejandro miró hacia el rincón en donde estaba el cerrado cofre y se acercó más aún a la chimenea, pero, a pesar de su proximidad al fuego sentía frío.
TRISTIS IMAGO
Hablabamos, mi amigo y yo, de cosas indiferentes y triviales. El sol, próximo a desaparecer, arrojaba sobre la tierra una luz cálida y rojiza, y el bochorno que entraba por la abierta ventana parecía esparcirse por todo el aposento. Las columnillas de humo de nuestros cigarros subían hasta
Continue reading on your phone by scaning this QR Code
Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the
Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.