La Puerta de Bronce y Otros Cuentos | Page 6

Marquís de San Francisco Manuel Romero de Terreros
y agobiados por la alta temperatura, llegamos a las primeras horas de la noche a una peque?a estaci��n, de cuyo nombre ind��gena no quiero acordarme, y en donde nos esperaba el Administrador de la hacienda y varios mozos, con sendas caballer��as. Emprendimos desde luego la caminata, y, ya fuera porque la noche en el campo se hallaba relativamente fresca, comparada con las molestias del ferrocarril, o porque ve��a yo pr��ximo el fin de la jornada, el trayecto me pareci�� corto. A poco de abandonar la estaci��n, v�� dibujarse en las sombras de la noche la silueta de la enorme mole que constitu��a la famosa hacienda de San Javier. Y esta silueta, borrosa al principio, fu�� defini��ndose r��pidamente, permitiendo darme cuenta, primeramente, de la alta chimenea del ingenio, despu��s, de la gallarda torre y esbelta c��pula de su iglesia, de las troneras de las azoteas y, en fin, de todos los principales detalles del edificio.
Poco o nada hab��amos hablado, y suponiendo que Antonio me ense?ar��a al d��a siguiente todos los pormenores de la hacienda, me abstuve de hacer preguntas; pero, al entrar en el enorme patio, o m��s bien plaza, que hab��a delante del edificio, me sorprendi�� de tal manera la extra?a silueta de un hombre sobre el pretil de la azotea, que no pude menos que exclamar:
--?Qui��n es ese individuo que espera tu llegada en tan estramb��tica postura?
Porque hay que advertir que estaba sentado sobre el pretil (con riesgo inminente de caerse), y cubierto con el m��s exagerado sombrero de alta copa.
Antonio se ri�� y solamente dijo:
--?Ah! Ma?ana te lo presentar��.
Nos apeamos de nuestras caballer��as en un amplio portal, y despu��s de las presentaciones del tenedor de libros y otros dependientes de la hacienda, en el "purgar", o sea oficina principal, subimos a tomar una liger��sima cena, para arrojarnos en seguida en los codiciados brazos de Morfeo.
Una peque?a contrariedad se dibuj�� en el rostro de mi amigo, al informarle el administrador que la mayor parte de las estancias de la casa estaban en v��as de reparaciones y de ser pintadas, por lo tanto, s��lo hab��a disponibles para dormir en ellas, dos habitaciones, una peque?a, y otra, al contrario, ampl��sima. In��til me parece decir que ��sta me fu�� cedida por mi amigo, y al penetrar en ella, grata fu�� mi sorpresa al encontrarla muy fresca, y ver que la cama se hallaba colocada al lado de una puerta-ventana que comunicaba con el corredor o galer��a abierta, que abarcaba todo el frente y un costado del piso superior de la casa. Med��a este corredor unos cuatro metros de anchura por otros tantos de elevaci��n, estaba abovedado, y por los amplios arcos se esbozaba el encantador paisaje, que en las sombras de la noche, pose��a una dulzura y serenidad poco comunes, perfumado el ambiente con las diversas plantas de aquellos climas.
A pesar del cansancio que sent��a, permanec�� no corto espacio de tiempo en la soledad de aquella galer��a, perdido en mis pensamientos, y con un leve zumbar de o��dos, o��a el silencio, que s��lo interrump��a, de vez en cuando, el ladrar de un perro en el ?real? no lejano.
Por fin me met�� entre s��banas, dejando la ventana abierta, y en seguida qued�� dormido.
No supe cu��nto tiempo lo estuviera, cuando me despert�� el fuerte toser de una persona. Esta parec��a hallarse en el corredor, a pocos pasos de m��, y deduje en seguida que era el ?velador?, que en toda hacienda suele rondar de noche. Como la tos no ced��a, sino, al contrario, agrav��base de tal manera, que el pobre hombre parec��a correr riesgo de ahogarse, salt�� del lecho para prestarle ayuda; pero ?cu��l no ser��a mi sorpresa, cuando sal�� a la galer��a, de hallar que no s��lo ces�� la tos, sino que el velador o lo que fuera, no se encontraba all��! Torn�� a acostarme, y a los pocos momentos, se repiti�� el suceso con id��nticos resultados, y dos y tres veces m��s, hasta que llegu�� a suponer que el hombre se hallar��a en alg��n apartado rinc��n del corredor, el cual, por ser abovedado, transmitir��a el eco de la tos, haci��ndola o��rse como si fuese en la puerta misma de mi alcoba.
A la ma?ana siguiente, relatado el desagradable incidente que interrumpi�� mi sue?o, quiso Antonio averiguar qui��n fuera el velador que hab��a pasado tan mala noche en la galer��a; pero el Administrador contest�� rotundamente que nadie, pues en aquella ��poca de completa tranquilidad era innecesaria la presencia de semejante sirviente. Y a las reiteradas instancias de que alguien ten��a que haber sido, la contestaci��n, despu��s de ser interrogados todos los dependientes y criados, fu�� siempre la misma.
Sin darle m��s importancia al asunto, pues en realidad poco ten��a, emprendimos la visita del vasto edificio, remedo de fortaleza, convento y casa de campo, todo en uno, que databa del siglo XVI; la magn��fica iglesia, cuya
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