La Puerta de Bronce y Otros Cuentos | Page 3

Marquís de San Francisco Manuel Romero de Terreros
con su tabaquera abierta en la mano derecha, y los dedos de la izquierda en adem��n de tomar unos polvos, hall��base la pr��cer figura del Cardenal de Portinaris.
--No esperaba veros m��s, dijo lentamente. Cre�� que hab��ais muerto, sobrino.
Presa del mayor terror, don Fabricio huy��, llamando en alta voz al mayordomo y otros sirvientes; pero nadie acud��a en su auxilio, y recorri�� las galer��as dando voces que retumbaban en las b��vedas de la se?orial mansi��n.
--?Antonio, Bernardo, Julio, Gilberto! gritaba, pero nadie quer��a contestar, y con verdadero pavor baj��, puede decirse que rod��, la escalera, y corri�� a llamar al conserje. Grandes golpes di�� en su puerta con ambas manos, pero nadie o��a sus desesperadas voces de terror.
Acerc��se a la entrada de palacio y quiso abrir la puerta de bronce que la cerraba; pero por m��s esfuerzos que hizo, no pudo lograr moverla un mil��metro, y por fin, en su desesperaci��n, concibi�� la idea de salir por entre los barrotes, pues a toda costa quer��a abandonar aquella casa. Como hemos dicho, don Fabricio era extremadamente delgado, y decidi�� intentar pasar el cuerpo por aquella parte de la reja, en que los barrotes eran m��s esbeltos y, por consiguiente hab��a mayor espacio entre ellos.
A la madrugada siguiente, enorme concurso de curiosos se aglomeraba a la entrada del palacio. La cabeza del Pr��ncipe, amoratada y descompuesta, se hallaba presa entre dos barrotes, y los ojos, salt��ndosele de las ��rbitas, parec��an mirar con terror el tablero, en el cual Ghiberti hab��a cincelado magistralmente la degollaci��n de Hugo de Portinaris por el despiadado Orlando Testaferrata.

UN HOMBRE PRACTICO
A AGUSTIN BASAVE.

El Padre Ministro de la Casa de Novicios de la Compa?��a de Jes��s en Espadal era peque?��n, de rostro colorado, cabello blanco y expresi��n risue?a. Dec��ase que en su juventud tuvo trato con las Musas, pero si tal fu�� el caso, ning��n resabio de ello adivin��base en el Padre Hurtado. El Padre Ministro, var��n santo si los hay, era ante todo un hombre pr��ctico; pruebas de serlo di�� en mil ocasiones, al grado de hacerse esta cualidad suya proverbial, no s��lo entre la comunidad, sino en toda la comarca. In��til nos parece decir que aquel establecimiento marchaba admirablemente, como cuadraba a la gran Instituci��n de que formaba parte.
Una alegre ma?ana de junio, en que el Padre Ministro comprobaba con satisfacci��n que el consumo de patatas en el mes pasado hab��a sido mucho menor que el del correspondiente del a?o anterior, un leve toque en su puerta vino a interrumpir su tarea.
--?Adelante! exclam��.
El Hermano Fuente di�� vuelta al picaporte y dijo:
--Padre Ministro; un hombre desea hablarle.
El Padre Hurtado, enemigo de antesalas, frunci�� ligeramente el entrecejo, pero contest��;
--Que pase.
Pocos momentos despu��s, se presentaba un individuo, cuya descripci��n es ocioso hacer, pues era como miles otros: de cuarenta a?os, poco m��s o menos, sano al parecer, y pobre, puesto que el dinero, seg��n reza el refr��n, no puede estar disimulado.
--Buenos d��as, Padre.
--Buenos nos los d�� Dios. ?Qu�� se ofrece?
Padre Hurtado, vengo a ver a usted porque me encuentro en situaci��n dif��cil. No tengo qu�� comer. Desde que par�� la f��brica....
--Si os met��is en huelgas, interrumpi�� el religioso.
--No pod��a yo nada en contra, y tuve que hacer lo que todos los compa?eros. El caso es que el trabajo no se reanuda ni lleva trazas de serlo. Me muero de hambre, y aunque a Dios gracias, no tengo nadie que dependa de m��, necesito trabajar. Conozco algo de jardiner��a....
--Amigo, dijo el Padre Hurtado, en esta casa no tenemos jard��n.
--He trabajado como alba?il.
--En esta casa, gracias a Dios, no hay reparaciones ni obras que hacer por el momento.
--Padre, yo le ruego, yo le suplico que me proporcione algo. Usted que es un hombre tan pr��ctico....
Hay que advertir que todo este tiempo, el Padre Hurtado casi no hab��a reparado en su interlocutor, pues mientras sosten��a el di��logo, segu��a haciendo n��meros; pero al notar un leve acento de amargura o de reproche en la ��ltima frase del obrero, alz�� la vista y lo mir�� fijamente por algunos instantes.
--Repito, prosigui��, que no tengo trabajo que proporcionarle en esta casa. Pero si quiere usted acudir a nuestro Colegio en Carri��n de la Vega, estoy seguro que su Rector, el Padre Rodr��guez, le dar�� todo lo que le haga falta.
--Padre, mil gracias, replic�� el hombre. He confesado y comulgado esta ma?ana, y estaba seguro que usted me sacar��a de apuros. Juan Gonz��lez le ser�� siempre agradecido. ?Quisiera usted darme, Padre Ministro, una carta o papel de recomendaci��n?
El Padre Hurtado tom�� una cuartilla, la parti�� cuidadosamente en dos, guardando una mitad para uso futuro, y traz�� en el papel breves renglones. La meti�� dentro de un sobre, lo cerr�� y dirigi��, y lo entreg�� a Juan Gonz��lez.
Despidi��se ��ste, y al abrir la puerta para marcharse, lo detuvo el Padre Hurtado dici��ndole:
--Espere un momento, hermano.
Abandon�� su escritorio, moj�� dos dedos en
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