castillo en el fondo de la Breta?a. Estará aún ausente por dos ó tres días. Esto me ha consternado. No sentía solamente el pesar de encontrarme con la indiferencia y el abandono, donde había creído hallar la oficiosidad de una verdadera amistad, sentía aún más, la amargura de volverme como había venido, con la bolsa vacía. Contaba con pedir al se?or Laubepin algún dinero á cuenta, sobre los tres ó cuatro mil francos que deben quedarnos después del pago íntegro de nuestras deudas, pues por más que me haga el anacoreta desde mi llegada á París, la suma insignificante que había podido reservar para mí viaje, está agotada completamente, y tan agotada que después de haber hecho esta ma?ana un verdadero almuerzo de pastor, castanoe molles et pressi copia lactis, he tenido que recurrir para comer, á una especie de pillería, cuyo melancólico recuerdo quiero consignar aquí.
Cuanto menos se ha almorzado, más se desea comer. Es este un axioma cuya fuerza he sentido hoy en toda su extensión antes que el sol hubiese terminado su carrera. Entre los paseantes que la pureza del cielo había traído á las Tullerías, hacia el mediodía, y que contemplaban las primeras sonrisas de la primavera juguetear sobre la faz de mármol de los silvanos, se notaba un hombre joven, de un porte irreprochable, que parecía estudiar con extraordinaria solicitud el despertar de la Naturaleza. No contento en devorar con la mirada la nueva verdura, se le veía de vez en cuando arrancar furtivamente de sus tallos algunos nuevos y apetitosos brotes, hojas no desarrolladas aún, y llevarlas á sus labios, con una curiosidad de botánico.
He podido asegurarme que este recurso alimenticio que me había sido indicado por la historia de los náufragos, tiene un valor muy mediocre. Sin embargo, he enriquecido mi experiencia con algunas nociones útiles: así sé, para en adelante, que el follaje del casta?o es tan amargo á la boca como al corazón; el rosal no es malo, el tilo es aceitoso y bastante agradable y la lila picante y malsana según creo.
Meditando sobre estos descubrimientos me dirigí hacia el convento de Elena. Al poner el pie en el locutorio, que encontré lleno como una colmena, me sentí más aturdido que nunca por las tumultuosas confidencias de las jóvenes abejas. Elena llegó con los cabellos en desorden, las mejillas inflamadas, los ojos colorados y chispeantes; traía en la mano un pedazo de pan del largo de su brazo. Me abrazó con un aire preocupado:
--Y bien, hijita, ?qué es lo que tienes? Tú has llorado.
--No, Máximo, no tengo nada.
--?Qué es lo que hay? Veamos...
Bajando la voz, me dijo:--?oh, soy muy desgraciada, mi querido Máximo!
--?Es verdad? Vaya, cuéntame eso, comiendo tu pan.
--?Oh! soy demasiado desgraciada para comer mi pan. Como tú sabes perfectamente, Lucía Campbell es mi mejor amiga, pues bien; hemos re?ido mortalmente.
--?Oh, Dios mío!... pero permanece tranquila, chiquilla; ya se arreglarán ustedes...
--?Ah! Máximo, eso es imposible. Mira, han pasado cosas demasiado graves. Al principio no fué nada; pero como sabes, una se altera y pierde la cabeza. Figúrate que jugábamos al volante, y Lucía se equivocó al contar sus puntos; yo tenía seiscientos ochenta y ella seiscientos quince solamente, y ha pretendido tener seiscientos setenta y cinco. Me confesarás que esto era demasiado fuerte. Yo sostuve mi cifra y por supuesto, ella la suya. Y bien, se?orita, le dije, consultemos á estas se?oritas; yo me someto á su fallo. No, se?orita, me contestó, estoy segura de mi cuenta y es usted una mala jugadora. Y usted una mentirosa, le respondí. Está bien, la desprecio demasiado para contestarle, me dijo. La hermana Sainte Félix, llegó afortunadamente en ese momento, pues yo creo que iba á pegarle... He ahí lo que ha pasado. Ya ves, es imposible arreglarnos después de esto. ?Imposible! eso sería una cobardía. Entretanto, no puedo decirte cuánto sufro, creo que no hay sobre la tierra una persona más desgraciada que yo.
--Ciertamente, hija mía, es difícil imaginarse una desgracia más grande que la tuya. Pero si he de decirte mi modo de pensar, tú te la has atraído en cierto modo, porque en esta querella tu boca ha pronunciado la primer ofensa. Veamos, ?está en el locutorio tu Lucía?
--Sí, mírala allá en el rincón.--Y me mostró con un movimiento de cabeza una ni?a peque?a muy rubia, que tenía como ella los ojos colorados, las mejillas inflamadas, y que parecía hacer en aquellos momentos, á una anciana muy atenta, el relato del drama que la hermana Sainte Félix había afortunadamente interrumpido. Al hablar con un fuego digno del asunto, la se?orita Campbell lanzaba de tiempo en tiempo una mirada furtiva sobre Elena y sobre mí.
--Mi querida ni?a--dije á mi hermana--?tienes confianza en mí?
--Sí, Máximo, tengo mucha confianza en ti.
--En ese caso, mira lo que vas á hacer; te acercas muy despacio,
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