La Novela de un Joven Pobre | Page 5

Octavio Feuillet
mi padre, caí gravemente enfermo, y sólo con mucho trabajo, después de dos meses de sufrimiento, he podido dejar nuestro castillo patrimonial, el día en que un extra?o tomaba posesión de él. Afortunadamente, un antiguo amigo de mi padre que habita en París, y que en otro tiempo era el encargado de los negocios de nuestra familia en calidad de notario, ha venido á ayudarme en estas tristes circunstancias: me ha prometido emprender él mismo, un trabajo de liquidación que presentaba á mi inexperiencia dificultades insuperables. Le he abandonado absolutamente el cuidado de arreglar los negocios de la sucesión y presumo que su tarea estará terminada hoy. Apenas llegué ayer, fuí á su casa; estaba en el campo, de donde no vendrá hasta ma?ana. Estos dos días han sido crueles: la incertidumbre es verdaderamente el peor de todos los males, porque es el único que suspende necesariamente todos los resortes del alma, y enerva el valor. Mucho me hubiera sorprendido hace diez a?os el que me hubiesen profetizado, que ese viejo notario, cuyo lenguaje formalista y seca política, nos divertía tanto, á mi padre y á mí, había de ser un día el oráculo de quien esperara el decreto supremo de mi destino... Hago lo posible para ponerme en guardia contra esperanzas exageradas; he calculado aproximativamente que, pagadas todas nuestras deudas, nos quedará un capital de ciento veinte á ciento cincuenta mil francos. Es difícil que una fortuna que ascendía á cinco millones, no nos deje al menos este sobrante. Mi intención es tomar para mí diez mil francos y marchar á buscar fortuna en los Estados Unidos, abandonando el resto á mi hermana.
?Basta de escribir por esta noche! ?Triste ocupación es traer á la memoria tales recuerdos! Siento, sin embargo, que me han proporcionado un poco de calma. El trabajo es sin duda una ley sagrada, pues me basta hacer la más ligera aplicación de él, para sentir un no sé qué de contento y de serenidad. El hombre no ama al trabajo y sin embargo no puede desconocer sus inefables beneficios; cada día los experimenta, los goza, y al día siguiente vuelve á emprenderlo con la misma repugnancia. Me parece que hay en esto una contradicción singular y misteriosa, como si sintiésemos á la vez en el trabajo, el castigo y el carácter divino y paternal del juez.

Jueves.
Esta ma?ana al despertar, se me entregó una carta del viejo Laubepin. En ella me invitaba á comer, excusándose de esta gran libertad, y no haciéndome comunicación alguna relativa á mis intereses. Esta reserva me pareció de muy mal augurio.
Esperando la hora fijada saqué á mi hermana del convento y la he paseado por París. La ni?a no presume ni remotamente nuestra ruina. Ha tenido en el curso del día, diversos caprichos, bastante costosos. Ha hecho larga provisión de guantes, papel rosado, confites para sus amigas, esencias finas, jabones extraordinarios, pinceles peque?os, cosas todas muy útiles sin duda, pero que lo son mucho menos que una comida. ?Quiera Dios, lo ignore siempre!
A las seis estaba en la calle Cassette, casa del se?or Laubepin. No sé qué edad puede tener nuestro viejo amigo; pero por muy lejos que se remonten mis recuerdos en lo pasado, lo hallo tal como lo he vuelto á ver: alto, seco, un poco agobiado, cabellos blancos, en desorden, ojos penetrantes, escondidos bajo mechones de cejas negras, y una fisonomía robusta y fina á la vez. También he vuelto á ver su frac negro de corte antiguo, la corbata blanca profesional, y el diamante hereditario en la pechera; en una palabra, con todos los signos exteriores de un espíritu grave, metódico y amigo de las tradiciones. El anciano me esperaba delante de la puerta de su peque?o salón: después de una profunda inclinación, tomó ligeramente mi mano entre sus dos dedos y me condujo frente á una se?ora anciana, de apariencia bastante sencilla, que se mantenía de pie delante de la chimenea:
--?El se?or marqués de Champcey d'Hauterive!--dijo entonces el se?or Laubepin con su voz fuerte, tartajosa y enfática: luego de pronto, en un tono más humilde y volviéndose hacia mí:--La se?ora Laubepin--dijo.
Nos sentamos, y hubo un momento de embarazoso silencio. Esperaba un esclarecimiento inmediato de mi situación definitiva; viendo que era diferido, presumí que no sería de una naturaleza agradable, y esta presunción me era confirmada por las miradas de discreta compasión con que me honraba furtivamente la se?ora Laubepin. Por su parte, el se?or Laubepin me observaba con una atención singular, que no me parecía exenta de malicia. Recordé entonces que mi padre había pretendido siempre, descubrir en el corazón del ceremonioso Tabelion y bajo sus afectados respetos, un resto de antiguo germen bourgeois plebeyo y aun jacobino. Me pareció que ese germen fermentaba un poco en aquel momento y que las secretas antipatías del viejo hallaban
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