atención singular, que no me
parecía exenta de malicia. Recordé entonces que mi padre había
pretendido siempre, descubrir en el corazón del ceremonioso Tabelion
y bajo sus afectados respetos, un resto de antiguo germen bourgeois
plebeyo y aun jacobino. Me pareció que ese germen fermentaba un
poco en aquel momento y que las secretas antipatías del viejo hallaban
alguna satisfacción en el espectáculo de un noble en tortura. Tomé al
instante la palabra, tratando de mostrar, á pesar de la postración real en
que me hallaba, una plena libertad de espíritu.
--¡Cómo! Señor Laubepin, conque ha dejado usted la plaza de Petits
Pères, esa querida plaza de Petits Pères. ¿Ha podido usted decidirse á
ello? ¡No lo habría creído jamás!...
--Verdaderamente, señor marqués--respondió el señor Laubepin,--es
una infidelidad que no corresponde á mi edad; pero cediendo el estudio,
he debido ceder también la casa, atendiendo á que un escudo no puede
mudarse como una muestra.
--Sin embargo ¿se ocupa usted aún de negocios?
--Amigable y oficiosamente, sí, señor marqués. Algunas familias
honorables y considerables cuya confianza he tenido la dicha de
obtener, durante una práctica de cuarenta y cinco años, reclaman aún,
especialmente en circunstancias delicadas, los consejos de mi
experiencia, y creo poder agregar que rara vez se arrepienten de
haberlos seguido.
Cuando el señor Laubepin acababa de rendirse á sí mismo este
honorífico testimonio, una vieja criada vino á anunciarnos que la
comida estaba servida. Tuve entonces el placer de conducir al comedor
á la señora de Laubepin. Durante la comida la conversación se arrastró
en los más insignificantes asuntos. El señor Laubepin no cesaba de
clavar en mí su mirada penetrante y equívoca, en tanto que su esposa
tomaba, al ofrecerme cada plato, el tono doloroso y lastimero que se
afecta cerca del lecho de un enfermo. En fin, nos levantamos y el viejo
notario me introdujo en su gabinete, donde al momento se nos sirvió el
café.
Haciéndome sentar entonces y poniéndose de espaldas á la chimenea,
dijo:--Señor marqués de Champcey d'Hauterive, me preparaba ayer á
escribirle, cuando supe su llegada á París, la que me permite informarle
á usted in voce del resultado de mi celo y de mis operaciones.
--Presiento, señor, que ese resultado no es muy favorable.
--No le ocultaré, señor marqués, que debe usted armarse de todo su
valor para conocerlo; pero está en mis hábitos proceder con método. El
año de 1820, la señorita Luisa Elena Dougalt Delatouche D'Erouville
fué pedida en matrimonio por Carlos Cristian Odiot, marqués de
Champcey d'Hauterive; investido por una especie de tradición secular
de la dirección de los negocios de la familia Dougalt Delatouche, y
admitido con una respetuosa familiaridad de largo tiempo atrás, cerca
de la joven heredera de aquella casa, debí emplear todos los
argumentos de la razón para combatir las inclinaciones de su corazón y
retraerla de aquella funesta alianza, y digo funesta alianza, no porque la
fortuna del señor de Champcey fuese, á pesar de algunas hipotecas que
la gravaban á la sazón, menos que la de la señorita Delatouche. Yo
conocía, empero, el carácter y temperamento, en cierto modo
hereditario, del señor de Champcey: bajo las exterioridades seductoras
y caballerescas que lo distinguían, como á todos los de su familia,
percibía claramente la irreflexión obstinada, la incurable ligereza, el
furor de los placeres, y por último, el implacable egoísmo...
--Caballero--le interrumpí bruscamente,--la memoria de mi padre es
sagrada para mí, y creo que debe serlo á cuantos hablen de él en mi
presencia.
--Señor--replicó el anciano, con una emoción repentina y
violenta,--respeto ese sentimiento, pero al hablar de su padre, me es
muy difícil olvidar que hablo del hombre ¡que mató á su madre de
usted, una joven heroica, una santa, un ángel!
Me había levantado muy agitado. El señor Laubepin, que había dado
algunos pasos por el gabinete, me tomó del brazo.
--Perdón, joven--me dijo,--pero yo amaba á su madre de usted, la he
llorado; perdóneme...
--Después, volviéndose á colocar delante de la chimenea:--Voy á
continuar--añadió con el tono solemne que le es habitual.--Tuve el
honor y la pena de redactar el contrato matrimonial de su señora madre.
A pesar de mi insistencia, nada se hablaba del régimen dotal, y costóme
grandes esfuerzos introducir en el acta, una cláusula protectora que
declaraba inalienable, sin el consentimiento legalmente expreso de su
señora madre, un tercio de su haber inmueble. ¡Vana precaución!, señor
marqués, y podríamos decir, precaución cruel de una amistad mal
inspirada, porque esta cláusula fatal no hizo sino preparar insoportables
tormentos á aquélla, cuya salvaguardia debía ser. Yo comprendo esas
luchas, esas querellas, esas violencias, cuyo eco debió herir los oídos de
usted más de una vez, y en las cuales se arrancaba, pedazo á pedazo, á
su desdichada madre, ¡la última herencia y el pan de sus hijos!
--¡Señor, por piedad!
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