La Niña de Luzmela, by Concha
Espina
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Title: La Niña de Luzmela
Author: Concha Espina
Release Date: March 22, 2004 [EBook #11657]
Language: Spanish
Character set encoding: ISO-8859-1
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DE LUZMELA ***
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LA NIÑA DE LUZMELA
CONCHA ESPINA
LA NIÑA DE LUZMELA
1922
PRIMERA PARTE
I
Habíase convertido don Manuel en un soñador quejoso. Hacía tiempo
que parecían extinguidas en él aquellas ráfagas de alegría loca que, de
tarde en tarde, solían sacudirle, agitando toda la casa.
En tales ocasiones, parecía don Manuel un delirante. Todo su cuerpo se
conmovía con el huracán de aquel extraño gozo que le hacía cantar,
correr, tocar el piano y reirse a carcajadas. Mirábanle entonces,
compadecidos, los criados, y la vieja Rita, haciéndose cruces en un
rincón, desgranaba su rosario a toda prisa, murmurando:
--Son los malos..., los malos...; siempre estuvo el mi pobre poseído....
Carmencita seguía los pasos acelerados de su padrino, pálida y
silenciosa, prestando un dulce asentimiento a aquella alegría
disparatada y sonriendo con mucha tristeza.
En algunas de estas extrañas crisis don Manuel tomaba entre sus manos
ardientes la cabeza gentil de la niña y, mirando en éxtasis sus ojos
garzos y profundos, le había dicho con fervor:
--Llámame padre..., ¿oyes?... llámame padre.
La niña, trémula, decía que sí.
Y pasado el frenesí de aquellas horas, cuando el caballero, deprimido y
amustiado, se hundía en su sillón patriarcal a la vera de la ventana,
llamaba a Carmencita, y acariciándole lentamente los cabellos, le decía
«a escucho»:
--Llámame padrino, como siempre, ¿sabes?
También la niña respondía que sí.
* * * * *
Aquel día don Manuel sentía en el pecho un dolor agudo y persistente,
un zumbido penoso en la cabeza.... ¿Iría a morirse ya?
El hidalgo de Luzmela aseguraba que no tenía miedo a la muerte, que
habiendo meditado en ella durante muchas horas sombrías de sus
jornadas, no había salido de sus fúnebres cavilaciones con horror, sino
con la mansa resignación que deben inspirar las tragedias inevitables.
Sin embargo, don Manuel estaba muy triste en aquella tarde oscura de
septiembre.
Miraba a Carmen jugar en el amplio salón, con aquel apacible sosiego
que era encanto peregrino de la criatura. Todos sus movimientos, todos
sus ademanes, eran tan serenos, tan suaves y reposados, que placía en
extremo contemplarla y figurarse que aquellas innatas maneras
señoriles respondían a un alto destino, tal vez a un elevado origen.
Podía fantasearse mucho sobre este particular, porque Carmencita era
un misterio.
En uno de sus viajes frecuentes y desconocidos, trajo don Manuel
aquella niña de la mano. Tenía entonces tres años y venía vestida de
luto.
El caballero se la entregó a su antigua sirviente, Rita, convertida ya en
ama de llaves y administradora de Luzmela, y le dijo:
--Es una huérfana que yo he adoptado, y quiero que se la trate como si
fuera mi hija.
La buena Rita miró a don Manuel con asombro, y viendo tan cerrado su
semblante y tan resuelta su actitud, tomó a la pequeña en sus brazos
con blandura, y comenzó a cuidarla con sumisión y esmero.
La niña no se mostró ingrata a esta solicitud, y desde el día de su
llegada se hizo un puesto de amor en el palacio de Luzmela.
--¿Cómo te llamas?--le había preguntado Rita con mucha curiosidad.
Y ella balbució con su vocecilla de plata:
--Carmen....
--¿Y tu mamá?...
--Mamá....
--¿Y tu papá?...
--Padrino....
--¿De dónde vienes?
--De allí--y señaló con un dedito torneado, del lado del jardín.
--¡Claro, como las flores!--dijo Rita encantada de la docilidad graciosa
de la niña.
Rita deletreaba las facciones de la pequeña con avidez, como quien
busca la solución de un enigma.
Mirándola detenidamente, movía la cabeza.
--En nada, en nada se parece.... El señor es moreno y flaco, tiene
narizona y le hacen cuenca los ojos; esta chiquilla es blanca como los
nácares, tiene placenteros los ojos castaños y lozano el personal...; en
nada se le parece.
Y la buena mujer se quedó sumida en sus perplejidades y enamorada de
la niña.
Con una facilidad asombrosa acomodóse Carmencita a la vida sedante
y fría de Luzmela. Su naturaleza robusta y bien equilibrada no sufrió
alteración ninguna en aquel ambiente de letal quietud que se respiraba
en el palacio; ella lo observaba todo con sus garzos ojos profundos, y se
identificaba suavemente con aquella paz y aquellas
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