grano llamado tierra, me parece ahora un mundo. Ya
veo desde la cabaña á algunos centenares de metros sobre mi cabeza
una cresta de rocas que parece ser la cima; pero si llego á trepar á ella
veré alzarse otra cumbre por encima de las nieves. Si subo á otra
escarpadura, parecerá que la montaña cambia de forma ante mis ojos.
De cada punta, de cada barranco, de cada vertiente el paisaje aparece
con distinto relieve, con otro perfil. El monte es un grupo de montañas
por si solo, como en medio del mar está compuesta cada ola de
innumerables ondillas. Para apreciar en conjunto la arquitectura de la
montaña, hay que estudiarla y recorrerla en todos sentidos, subir á
todos los peñascos, penetrar en todos los alfoces. Es un infinito, como
lo son todas las cosas para quien quiere conocerlas por completo.
La cima en que yo gustaba más de sentarme no era la altura soberana
donde puede uno instalarse como un rey sobre el trono para contemplar
á sus pies los reinos extendidos. Me sentía más á gusto en la cima
secundaria, desde la cual mi vista podía á un tiempo extenderse sobre
pendientes más bajas y subir luego, de arista en arista, hacia las paredes
superiores y hacia la punta bañada en el cielo azul.
Allí, sin tener que reprimir el movimiento de orgullo que á mi pesar
hubiera sentido en el punto culminante de la montaña, saboreaba el
placer de satisfacer completamente mis miradas, contemplando cuantas
bellezas me ofrecían nieves, rocas, pastos y bosques. Hallábame á
mitad de altura entre las dos zonas de la tierra y del cielo, y me sentía
libre sin estar aislado. En ninguna parte penetró en mi corazón más
dulce sensación de paz.
Pero también es inmensa alegría la de alcanzar una alta cumbre que
domine un horizonte de picos, de valles y de llanuras. ¡Con qué
voluptuosidad, con qué arrebato de los sentidos se contempla en su
conjunto el edificio cuyo remate se ocupa! Abajo, en las pendientes
inferiores, no se veía más que una parte de la montaña, á lo más una
sola vertiente; pero desde la cumbre se ven todas las faldas huyendo, de
resalte en resalte y en contrafuerte en contrafuerte, hasta las colinas y
promontorios de la base. Se mira de igual á igual á los montes vecinos;
como ellos, tiene uno la cabeza al aire puro y á la luz; yérguese uno en
pleno cielo, como el águila sostenida en su vuelo sobre el pesado
planeta. A los pies, bastante más abajo de la cima, ve uno lo que la
muchedumbre inferior llama el cielo: las nubes que viajan lentamente
por la ladera de los montes, se desgarran en los ángulos salientes de las
rocas y en las entradas de las selvas, dejan á un lado y á otro jirones de
niebla en los barrancos, y después, volando por encima de las llanuras,
proyectan en ellas sus sombras enormes, de formas variables.
Desde lo alto del soberbio observatorio, no vemos andar los ríos como
las nubes de donde han salido, pero se nos revela su movimiento por el
brillo chispeante del agua que se muestra de distancia en distancia, ya
al salir de ventisqueros quebrados, ya en las lagunas y en las cascadas
del valle ó en las revueltas tranquilas de las campiñas inferiores.
Viendo los círculos, los precipicios, los valles, los desfiladeros,
asistimos, como convertidos de pronto en inmortales, al gran trabajo
geológico de las aguas que abrieron sus cauces en todas direcciones en
torno de la masa primitiva de la montaña. Se les ve, digámoslo así,
esculpir incesantemente esa masa enorme para arrancarle despojos con
que nivelan la llanura ó ciegan una bahía del mar. También veo esa
bahía desde la cima á donde he trepado; allí se extiende el gran abismo
azul del Océano, del cual salió la montaña, y al cual volverá tarde ó
temprano.
Invisible está el hombre, pero se le adivina. Como nidos ocultos á
medias entre el ramaje, columbra cabañas, aldeas, pueblecillos
esparcidos por los valles y en la pendiente de los montes que verdean.
Allá abajo, entre humo, en una capa de aire viciada por innumerables
respiraciones, algo blanquecino indica una gran ciudad. Casas, palacios,
altas torres, cúpulas se funden en el mismo color enmohecido y sucio,
que contrasta con las tintas más claras de las campiñas vecinas.
Pensamos entonces con tristeza en cuantas cosas malas y pérfidas se
hallan en esos hormigueros, en todos los vicios que fermentan bajo esa
pústula casi invisible. Pero, visto desde la cumbre, el inmenso
panorama de los campos, lo hermoso, en su conjunto con las ciudades,
los pueblos y las casas aisladas que surgen de cuando en cuando en
aquella extensión á la luz que las baña, fúndense las manchas con
cuanto
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