y de lo que podía esperar y temer aún de don Andrés; de suerte que tanto por gratitud cuanto por prudencia previsora, le servía con la mayor lealtad y celo y procuraba complacerle siempre. Don Paco, sin embargo, no recelaba mucho perder su elevada posición y su envidiable privanza. Además de contar con su rarísimo mérito, estaba agarrado a muy buenas aldabas.
II
Viudo hacía ya más de veinte a?os, tenía una hija de veintiocho, que había sido la más real moza de todo el lugar, y que era entonces la se?ora más elegante, empingorotada y guapa que en él había, culminando y resplandeciendo por su edad, por su belleza y por su aristocrática posición, como el sol en el meridiano. Hacía ya diez a?os que ella había logrado cautivar la voluntad del más ilustre caballero del pueblo, del mayorazgo don Alvaro Roldan, con quien se había casado y de quien había tenido la friolera de siete robustos y florecientes vástagos entre hijos e hijas.
El tal don Alvaro vivía aún con todo el aparato y la pompa que suelen desplegar los nobles lugare?os. Su casa era la mejor que había en Villalegre, con una puerta principal adornada, a un lado y a otro, de magníficas columnas de piedra berroque?a, estriadas y con capiteles corintios. Sobre la puerta estaba el escudo de armas, de piedra también, donde figuraban leones y perros, calderas, barcos y castillos y multitud de monstruos y de otros objetos simbólicos que para los versados en la utilísima ciencia del blasón daban claro testimonio de su antigüedad y sublimidad de su prosapia.
Decían las malas lenguas, y en los lugares nunca faltan, que don Alvaro estaba atrasado, que tenía hipotecadas algunas de sus mejores fincas y que debía bastante dinero; pero yo las supongo hablillas calumniosas, porque él vivía como si nada debiese. Le servían muchos criados, constantes unos y entrantes y salientes otros; y como era aficionadísimo a la caza, no le faltaban una jauría de galgos, podencos y pachones, y dos hábiles cazadores o escopetas negras, que solían acompa?arle.
En la casa había jardín, y además un desmesurado corralón, donde, para mayor recreo y gala, no se encerraban sólo gallinas y pavos, sino, en apartados recintos, venados y corzos traídos vivos de Sierra Morena, y por último, amarrado a fuerte cadena de hierro, por temor a sus travesuras y ferocidades, un enorme mono que había enviado de Marruecos un capitán de Infantería, primo del se?or.
Do?a Inés, que así se llamaba la hija de don Paco, venerada esposa de don Alvaro Roldan, tenía también muchos costosos caprichos de varios géneros. Se vestía con lujo y elegancia no comunes en los lugares; sustentaba canarios, loros y cotorras; era golosísima y delicada de paladar, y los mejores platos de carne y los almírabes más apetitosos se comían en su mesa. El chocolate que se elaboraba en su casa dos veces al a?o gozaba de nombradla en toda la comarca.
Como don Alvaro Roldan estaba ausente más de la mitad del tiempo, ya cazando conejos, perdices y liebres, ya en distantes monterías, ya en las ferias más concurridas de los cuatro reinos andaluces, do?a Inés se quedaba sola, pero tenía para distraerse varios recursos, además de la lectura de libros serios.
Su criada favorita, llamada Serafina, era una verdadera joya, lo que se llama un estuche. Sabía tocar la guitarra rasgueando y de punteo; cantaba como una calandria, tanto las melancólicas playeras como el regocijado fandango. Su memoria era rico arsenal o archivo de coplas, tiernas o picantes, en que la casta musa popular no siempre merecía el mencionado calificativo con que algunos la designaban.
No se entienda por esto que do?a Inés gustase de conversaciones libres y escabrosas. Cuanto no era lícito y puro en el pensamiento y en la palabra ofendía sus oídos de austera matrona; pero en un lugar hay que sufrir tales libertades o hay que aparentar que no se oyen. El propio don Alvaro no era nada mirado en el hablar, ni menos aún lo eran las personas que le rodeaban. Valga para ejemplo cierto mozo, de unos quince a?os de edad, hijo del aperador y favorito de don Alvaro, que este tenía siempre en casa para que entretuviese a los ni?os. Como el aperador era Calvo de apellido, al mozo le apellidaban Calvete. Y para que se vea lo mucho que hubo de sufrir en ocasiones la pulcritud de do?a Inés, he de citar un caso que de Calvete me han referido.
Antes que cumpliese dos a?os el primogénito de los Roldanes, logró Calvete ense?arle a pronunciar con la mayor perfección cierto vocablo de tres sílabas en que hay una aspiración muy fuerte. Encantado con su triunfo pedagógico, corrió por toda la casa gritando como un loco:
--?Se?or don Alvaro! ?Ya lo dice claro! ?El se?orito lo dice claro!
Do?a Inés se disgustó y
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