y su viviente demostración. Contra el pesimismo y el determinismo propios del naturalismo, Valera nos mostrará un mundo en el que la libre decisión y el optimismo alcanzan el triunfo. Todas sus heroínas tienen algo grave--a los ojos de la sociedad de su tiempo--que hacerse perdonar. Y lo que Valera nos muestra es, por así decirlo, de lo que es capaz una mujer si tiene resolución y buenas hechuras. Pobreza extrema y vileza de nacimiento cierran el horizonte de Juanita, hija de Juana la Larga, y le prohíben, por ejemplo, vestirse de seda, mas se trata de una criatura indómita y... el lector va a verla actuar por sí mismo en las páginas que siguen, y no debo adelantarle las sorpresas que le esperan. Pero Valera profesaba ciertamente la religión del arte, y esa y otras tesis se hacen casi invisibles tras las peripecias de los personajes y la prosa admirable que constituye su sobrehaz y su atractivo.
Es opinión compartida--a la que, en esta oportunidad, me sumo--que Juanita la Larga es la mejor entre las novelas que escribió Valera. La multiplicidad de los personajes con relieve en la trama, sin mengua del protagonismo de la heroína; las sucesivas transformaciones de la situación, que sin interrupción reinician y amplían la historia; el razonable reparto de bondad y malicia entre los que hacen el papel--inevitable--de buenos y malos; la perfección que alcanzan algunos de los clisés, ya ensayados por el autor en anteriores producciones, son algunas de entre las razones que lo justifican, y a las que me cabe aludir en las contadas líneas de este prólogo.
PAULINO GARAGORRI
I
Cierto amigo mío, diputado novel, cuyo nombre no pongo aquí porque no viene al caso, estaba entusiasmadísimo con su distrito y singularmente con el lugar donde tenía su mayor fuerza, lugar que nosotros designaremos con el nombre de Villalegre. Esta rica, aunque peque?a población de Andalucía, estaba muy floreciente entonces, porque sus fértiles vi?edos, que aún no había destruido la filoxera, producían exquisitos vinos, que iban a venderse a Jerez para convenirse en jerezanos.
No era Villalegre la cabeza del partido judicial, ni oficialmente la población mas importante del distrito electoral de nuestro amigo; pero cuantos allí tenían voto estaban tan subordinados a un grande elector, que todos votaban unánimes y, según suele decirse, volcaban el puchero en favor de la persona que el gran elector designaba. Ya se comprende que esta unanimidad daba a Villalegre, en todas las elecciones, la más extraordinaria preponderancia.
Agradecido nuestro amigo al cacique de Villalegre, que se llamaba don Andrés Rubio, le ponía por las nubes y nos le citaba como prueba y ejemplo de que la fortuna no es ciega y de que concede su favor a quien es digno de él, pero con cierta limitación, o sea sin salir del círculo en que vive y muestra su valer la persona afortunada.
Sin duda, don Andrés Rubio, si hubiera vivido en Roma en los primeros siglos de la era cristiana, hubiera sido un Marco Aurelio o un Trajano; pero como vivía en Villalegre y en nuestra edad, se contentó y se aquietó con ser el cacique, o más bien el cesar o el emperador de Villalegre, donde ejercía mero y mixto imperio y donde le acataban todos obedeciéndole gustosos.
El diputado novel, no obstante, ensalzaba más a otro sujeto del distrito, porque sin él no se mostraba la omnipotencia bienhechora de don Andrés Rubio. Así como Felipe II, Luis XIV, el papa León X y casi todos los grandes soberanos han tenido un ministro favorito y constante, sin el cual tal vez no hubieran desplegado su maravillosa actitud ni hubieran obtenido la hegemonía para su patria, don Andrés Rubio tenía también su ministro que, dentro del peque?o círculo donde funcionaba, era un Bismarck o un Cavour. Se llamaba este personaje don Francisco López y era secretario del Ayuntamiento, pero nadie le llamaba sino don Paco.
Aunque había cumplido ya cincuenta y tres a?os, estaba tan bien conservado que parecía mucho más joven. Era alto, enjuto de carnes, ágil y recio, con poquísimas canas aún, atusados y negros los bigotes y la barba, muy atildado y pulcro en toda su persona y traje, y con ojos zarcos, expresivos y grandes. No le faltaba ni muela ni diente, que los tenía sanos, firmes y muy blancos e iguales.
Pasaba don Paco por hombre de amenísima y regocijada conversación, salpicada de chistes con que hacía reír sin ofender mucho ni lastimar al prójimo, y por hábil narrador de historias, porque conocía perfectamente la vida y milagros, los lances de amor y fortuna y la riqueza y la pobreza de cuantos seres humanos respiraban y vivían en Villalegre y en veinte leguas a la redonda.
Esto, en lo tocante al agrado. Para lo útil, don Paco valía más: era un verdadero factótum. Como en el pueblo, si bien había
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