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Emilia Pardo Bazán
con cierto aire de reto, que había conservado hasta la madurez.
Sin embargo, nada concreto y positivo decía a la inocencia de María del Deseo hallazgo tan singular. Fue sorpresa, no espanto, lo que sintió. No buscó, al pronto, la explicación; algo recobrada del sobresalto, se bajó, recogió el medallón que se le había escapado de las manos, lo besó, lo guardó en el seno piadosamente, y arreglando las ropas de la difunta, se dispuso a arrodillarse y orar, cuando, en el umbral de la puerta, vio a su madre, de riguroso luto, llorosa, que venía, rosario al pu?o, a rezar y velar ella también, mientras no amanecía. Una idea cruzó por la imaginación de María del Deseo. ?Qué idea! ?Qué sugestión del demonio! ?Qué relámpago! ?Qué abismo! Un temblor de frío intenso la acompa?aba... Se encaró la ni?a con la se?ora.
-?Has perdido algo, mamá?
-?Perder? ?Por qué lo preguntas?
-?No tenías tú un medallón..., el retrato de mi padre?
Precipitadamente, la se?ora se registró el pecho.
-Aquí está... ?Qué susto me diste!
María del Deseo se acercó a los cirios otra vez, y consideró el medallón, tirando de la cadena de oro que lo sujetaba al cuello de su madre. Luego lo dejó caer, y sus dedos tocaron, en el propio seno, el bulto del otro idéntico medallón.
-Ese medallón tuyo..., ?no tenía pelo? -articuló, balbuceando.
-No... Tu pobre padre nunca quiso... Decía que entre marido y mujer era ridículo... Y, además, como le habían salido canas... Pero ?qué tienes? -exclamó, viendo vacilar a su hija-. ?Te pones mala? Ve y acuéstate, criatura... Yo velaré... No te aflijas así. ?Tu tía está en el cielo! ?Era una santa! ?Quién como ella!
María del Deseo no contestó. Cayó de rodillas y, escondiendo la cara entre las manos, rompió a llorar en silencio, a hilo, apretando los labios para que el pasado no saliese por allí -el siniestro pasado-, y sintiendo que en su corazón se derrumbaba algo inmenso, cuyas ruinas la envolvían y la aplastaban contra la tierra por una eternidad.
La enfermera
El enfermo exhaló una queja tristísima, revolviéndose en su cama trabajosamente, y la esposa, que reposaba en un sofá, en el gabinete contiguo a la alcoba, se incorporó de un salto y corrió solícita a donde la llamaba su deber.
El cuadro era interesante. Ella, con rastro de hermosura marchita por las vigilias de la larga asistencia; morena, de negros ojos, rodeados de un halo oscuro, abrillantados por la excitación febril que la consumía -sosteniendo el cuerpo de él, ofreciéndole una cucharada de la poción que calmaba sus agudos dolores-. Escena de familia, revelación de afectos sagrados, de los que persisten cuando desaparecen el atractivo físico y la ilusión, cebo eterno de la naturaleza al mortal... Sin duda pensó él algo semejante a esto, que se le ocurriría a un espectador contemplando el grupo, y así que hubo absorbido la cucharada, buscó con su mano descarnada y temblorosa la de ella, y al encontrarla, la acercó a los labios, en un movimiento de conmovedora gratitud.
-?Cómo te sientes ahora? -preguntó ella, arreglando las almohadas a suaves golpecitos.
-Mejor... Hace un instante, no podía más... ?Cuándo crees tú que Dios se compadecerá de mí?
-No digas eso, Federico -murmuró, con ahínco, la enfermera.
-?Bah! -insistió-. No te preocupes. Lo he oído con estos oídos. Te lo decía ayer el doctor, ahí a la puerta, cuando me creíais amodorrado. Con modorra se oye... Sí, me alegro. Juana mía. No me quites la única esperanza. Mientras más pronto se acabe este infierno... No, ?perdón! Juana: me olvidaba de que a mi lado está un ángel... ?Ah! ?Pues si no fuera por ti!
Muy buena sería Juana, pero lo que es propiamente cara de ángel no la tenía. En su rostro se advertían, por el contrario, rasgos de cierta dureza, una crispación de las comisuras de los labios, algo sombrío en las precoces arrugas de la frente y, sobre todo, en la mirada. Federico se enterneció al considerar el estrago de aquella belleza de mujer destruida en la lucha con el horrible mal.
-Juana... -balbuceó-. Me siento ahora un poco tranquilo. Sin duda has forzado la dosis del calmante... No te sobresaltes. ?Si te lo agradecería! Escucha... Voy a aprovechar esta hora; tengo que decirte... Prométeme que me escucharás sin alterarte, Juana...
-Federico, no hables; no te fatigues -respondió ella-. No pienses más que en tu salud. Los asuntos, para después, cuando sanes del todo.
-?Después! -repitió, meditabundo, el enfermo; y su mirada vaga, turbia, se fijó en un punto imaginario del espacio; lejos, lejos..., camino del después misterioso hacia donde le arrastraba implacable su destino-. Ahora -insistió-. Ahora o nunca, Juana. No me hará da?o, créelo. Estoy seguro de que, al contrario, me hará bien. ?Si tú sospechases lo que pesa en el corazón un secreto! ?Si supieses cómo abruma eso de callar a todas horas!
-?Un secreto? -contestó, como un
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