amortiguar.
-La mesa más cerca del vidrio...
Y, desde?oso del bol humeante, ensopando distraídamente la tostada embebida de rancia manteca, el viajero esperaba... Era domingo; las amigas campanas del Hinojo llamaban a misa; la gente no tenía más remedio que pasar por allí; avizoraría las caras, cuando desfilasen ante él...
Advirtió al mozo:
-Al retirar el servicio del café, tráigame una botella de Martel y una copa.
Sentía el cuerpo desazonado; la fría modorra de las noches de tren entumecía sus venas; el café y la tostada habían caído como plomo en su estómago dispéptico... Se acordaba de sus luchas, de tanto sudor y fatiga para juntar un peto que le permitiese morir descansadamente donde había nacido... La felicidad que se prometía estaba en aquel momento representada por las caras, las caras en que iba a revivir la esperanza, la frescura aterciopelada de los días en que la vida no pesa. Temblaba de contento al pensar en el goce inexplicable y positivo que causan unos rasgos fisonómicos -no los rasgos de una mujer adorada, ni los venerados del padre o de la madre, no-; los de varios rostros que, juntos, compendian la sugestión de la gran sirena del pasado, infinitamente divino...
Mientras él aguardaba, estremecido, pasaban ante el vidrio caras y caras, joviales, ce?udas, demacradas, rollizas; caras lampi?as y barbudas, caras inteligentes y bestiales; caras de se?oritas cuajadas en un mohín de pudor pretencioso, caras de se?oritos fumadores que sacan los labios en gesto de bravata y chunga... Y el viajero, dando cuerda a su energía a puros sorbos de co?ac, no acababa de ver pasar, risue?a, bucles al viento, su juventud, su propia juventud enso?adora...
?No conocía ninguna, ninguna de aquellas caras que iban desfilando hacia el pórtico de Santa María del Hinojo, donde hasta los angelotes del retablo y los rudos santos de las archivoltas le conocían a él!
Al fin le pareció... ?Sí, era indudable: reconocía varias caras!... ?Las reconocía... como se reconocen, en las lápidas borrosas por el tiempo e invadidas por musgos y líquenes, letras un tiempo clara y profundamente incisas por el cincel! Aquella se?ora obesa, que caminaba tan despacio, molestada por el peso de un embarazo tardío, era..., ?Santo Dios!, la espiritual, la ingrávida Lucía Garcés...,su pareja de vals en los bailecillos del Casino... Aquel viejo de marchitas mejillas, de ojos amarillentos, de bigote azul a fuerza de tinte, no parecía sino Polvorosa, el tenorio alegre y varonil, el seductor de oficio de la ciudad... Aquella consumida anciana, de pelo gris, telara?oso, que llevaba de cada mano un chicarrón..., debía de ser, sin duda, la coqueta Anto?ita Monluz, que arrojaba, desde su florida ventana, ramitas de romero a los muchachos. Y la que iba a su lado, conversando con ella... -?Jesús! ?Se concibe!-, era su antigua rival, su prima hermana Carmen Monluz, que la odiaba porque, a fuerza de lagoterías, ma?as y tretas, Anto?ita le había quitado un excelente novio... Recordaba el viajero perfectamente el gesto de odio, desprecio y desafío con que se miraban las dos primas cuando la casualidad las hacía encontrarse; las frases insultantes que se decían; las hablillas del pueblo, exaltado por la historia, hecho un hervidero de chismes... Y ahora, las rivales iban mano a mano, y cuando el grupo cruzó ante el café, el viajero escuchó que ambas mujeres departían sobre los precios de los alimentos, muy pacíficas, comadreando, lamentándose solo de la carestía...
El viajero sintió una angustia honda, una desolación de vacío, como si acabase de secársele dentro una raíz viva y fresca... No le importaría, en último caso, el inevitable variar de las caras; las caras son carne corruptible. Lo que le confundía, lo que le apretaba la garganta y el corazón, era otro cambio, el de lo que se adivina y se trasluce en una fisonomía; el cambio íntimo, el desaparecer, sin que dejase rastro ni huella, del alma que se desborda de los semblantes y les presta su valor y significación misteriosa, superior -?él, por lo menos, lo había creído!- al tiempo, a los sucesos, al giro indiferente del planeta...
Abismado, el viajero fijó por casualidad la vista en el espejo que tenía enfrente. La sorpresa dilató sus ojos. Tampoco su cara dejaba trasmanar el alma de anta?o. La expresión de la juventud, cándida, preguntadora, amorosa, no estaba allí. Si se buscaba a sí mismo -y de fijo se buscaba- en las caras ajenas, ?mal hecho!, ?trabajo perdido!, no podía encontrarse; ?el yo de entonces no existía!
?Qué dolor tan grande, tan sutil y refinado! Llevaba consigo un muerto, y acababa de averiguarlo, en hora crítica, por la confidencia de un turbio espejo de café.
Se levantó, pagó, y lentamente se encaminó hacia la fonda. Preguntó a qué hora salía el primer tren... A las doce; faltaban cuarenta minutos.
-?A la estación! -gritó al mozo que empu?aba el asa de su maleta.
Por dentro
Vistiendo el negro
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