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Emilia Pardo Bazán
no rige, mi corazón es un reloj descompuesto. Ni aun sé si voy a conseguir notar con exactitud lo que me pasa.
Lo intentaré...
Se me figura que el origen de esto ha sido la mala costumbre de leer de noche, en cama, a las altas horas.
La puerta está cerrada: yo mismo, antes de acostarme, he dado a la llave dos vueltas. La calma de uno de los barrios menos ruidosos de Madrid envuelve como acolchada manta el dormitorio y la casa toda. La seguridad es absoluta: desde tiempo inmemorial no se oye hablar de ningún robo, de ningún ataque a domicilio; solo miserables raterías al descuido. Ningún peligro me amenaza. Estoy despierto; tengo a mano, bien cargado, mi revólver, y mi servidor, que duerme cerca, es fiel y resuelto; cuento con él a todo trance.
Siendo así, ?por qué, en medio de la lectura, me quedo con el libro abierto, los ojos fijos en un punto del espacio, las manos heladas, el pelo electrizado en las sienes, el diafragma contraído?
?Qué oigo, qué veo, qué percibo alrededor de mí?
La habitación es bonita, confortable, sin nada que pueda excitar insanamente la fantasía. No hay en ella sino muebles modernos y ricos, una larga meridiana en que duermo la siesta, asientos bajos, mi armario de luna, un estante de libros, un reducido escritorio. Ni rinconadas, ni cortinajes tras de los cuales la imaginación finge bultos escondidos traidoramente...
Los colores del tapizado son alegres; el fondo, claro; por presentimiento sin duda, no he querido colgar de la pared sino cuadros de plácido asunto, evitando los santos martirizados, las escenas de crueldad y sangre. Con tales elementos de serenidad, es preciso que lo diga, es preciso que lo reconozca: ?tengo miedo!..., un miedo horrible, un miedo que me impide respirar, sosegar y vivir.
Apenas los últimos ruidos de la ciudad se aquietan; así que empieza a establecerse ese sosiego amodorrado que invita a la dulzura del sue?o, un desvelo nervioso se apodera de mí. Una voz irónica murmura dentro de mi cráneo, más allá de mi oído: ??No dormirás, no dormirás!? Y esto es lo extra?o: me encuentro en compa?ía de alguien, no sé de quién, pero de alguien que se instala allí, a mi lado, tan próximo, que me parece escuchar el ritmo de su respiración y advertir cómo su sombra se desliza suave, fugaz, por la blanca pared frontera.
Ese misterioso alguien no se coloca jamás delante de mí. Lo siento a mis espaldas. ?Dónde? No hay sitio libre entre la cama y la pared. Sin duda -todo es posible tratándose de un aparecido-, la pared retrocede para dejar hueco a su cuerpo; y si yo me volviese ahora de improviso, vería al ser que se ha propuesto no abandonarme. Pero no me atrevo, no me atreveré nunca. Le creo detrás; no me resuelvo, y temo que extienda una mano, que me figuro fría y marmórea, y me la pase lentamente por la sien o me tape con ella los ojos...
Vuelto a las aprensiones de la ni?ez, apago la luz precipitadamente y me cubro el rostro con los pliegues de la sábana para defenderme de la espantable caricia.
?Seré tan cobarde?... Avergonzado, empiezo a recontar los actos de valor de mi hoja de servicios... He tenido, como todo el mundo, mi media docena de lances de honor, y, lo que ya no es tan frecuente, en uno de ellos dejé malherido a mi adversario, una fine lame. Estuve a pique de ahogarme en San Sebastián, y no recuerdo que se me encogiese el alma. Velé a un primo mío, enfermo del tifus más pegajoso, y ni se me ocurrió temer el contagio. He mostrado indiferencia ante los peligros, y no falta algún amigo mío que diga que tengo pelos en la entra?a. El testimonio de mi conciencia grita que no soy apocado.
Y, sin embargo, esto es miedo, miedo vil; no falta ningún síntoma: ni el casta?eteo de dientes, ni el sudor helado, ni el zumbar de oídos, ni las desordenadas palpitaciones del corazón, que, súbito, se detiene como si fuese a dejar de latir.
El reloj, guardado en la mesa de noche, teje con regularidad rítmica su tic-tac menudo, y mi sangre, cuajada o arrebatada violentamente por la alteración del miedo, da un vuelco más fuerte que todos y se precipita torrencial, causándome una especie de congestión. Es que detrás de mí he sentido, ya claramente, un respirar lento, un hálito de fatiga, un soplo perceptible, y me encojo, y no acierto a incorporarme, y permanezco así, oyendo siempre el respiro del otro mundo, que, en ondas largas, sutiles, me envuelve...
Me he consultado. ?Viaje usted, haga ejercicio, coma cosas nutritivas; eso es efecto no más de los nervios y la imaginación.? ?Como si los nervios y la imaginación no formasen parte de nosotros! ?Como si supiésemos lo que esas palabras
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