son�� la hora de retirarse, An��s me hizo una se?a disimulada de que sali��semos con Picardo. Mir�� de reojo. Picardo recog��a del bastonero su bast��n y se apoyaba en ��l como todos se apoyan; sin fijarse. Al hacerlo, pareci�� que tropezaba. Le vimos examinar el bast��n con sorpresa, encogerse de hombros y echar a andar.
-?Ha cortado usted el bast��n? -pregunt�� sofocando la risa.
-Tan poco, que apenas se nota -respondi�� An��s en el mismo tono-. Y pienso continuar todos los d��as, pero solo una pizca, una miaja. La gracia est�� en que el bonus vir se figure que el bast��n encoge. Saco la contera y la vuelvo a colocar, y ni visto ni o��do. Hoy algo percibi��, pero se figurar�� que ha so?ado. Ver�� usted cuando transcurra tiempo. No volvamos a salir con ��l: puede escamarse.
As�� se hizo. Nos limitamos a observar al paciente con el rabo del ojo. Desde el cuarto d��a se revel�� su preocupaci��n. Era, no obstante, tan poquito lo que del palo ra��a An��s, que no pudo germinar la sospecha de la broma. A cada paso estaba Picardo m��s abstra��do, m��s metido en s��, m��s melanc��lico. Lleg�� el per��odo de hablar solo, de accionar sin causa. Alguna vez nos fij�� angustiosamente. No s�� si era que quer��a consultarnos o que recelaba. Esto ��ltimo no deb��a de ser, porque todo se hizo de un modo impenetrable. El portero ve��a a An��s raer el bast��n, pero un duro nos asegur�� su silencio.
Alarmado yo por la expresi��n de extrav��o de la cara de Picardo, al fin me soliviant��:
-Oiga usted, An��s: no m��s... Hay que desenga?arle.
An��s se ri�� y asinti��:
-Bien; pues se le desenga?ar�� ma?ana; entre otras cosas, porque ya el bast��n no mide una altura veros��mil.
Y el ma?ana no lleg�� nunca. Al otro d��a, Picardo no concurri�� a la oficina: hab��a tenido un acceso de su antiguo frenes�� en mitad de la calle; grit��, peg��, quiso matar a un polic��a y le encerraron, naturalmente, en un manicomio.
-?Y su hija? -pregunt��.
-No s�� qu�� habr�� sido de ella -contest�� el narrador, encogi��ndose de hombros, con indiferencia distra��da.
Eximente
El suicidio de Federico Molina fue uno de los que no se explica nadie. Se aventuraron hip��tesis, barajando las causas que suelen determinar esta clase de actos, por desgracia frecuentes, hasta el punto de que van formando secci��n en la Prensa; se habl��, como siempre se habla, de tapete verde, de ojos negros, de enfermedad incurable, de dinero perdido y no hallado, de todo, en fin... Nadie pudo concretar, sin embargo, ninguna de las versiones, y Federico se llev�� su secreto al olvidado nicho en que descansan sus restos, mientras su pobre alma...
?No pens��is vosotros en el destino de las almas despu��s que surgen de su barro, como la chispa el��ctrica del carb��n? ?De veras no pens��is nunca, lo que se dice nunca? ?Cre��is tan a pies juntillas, como Espronceda, en la paz del sepulcro?
El pr��ncipe Hamlet no cre��a, y por eso prefiri�� sufrir los males que le rodeaban, antes que buscar otros que no conoc��a, en la ignota tierra de donde no regres�� viajero alguno.
Tal vez, Federico Molina no calculase este grave inconveniente de la sombr��a determinaci��n: no sabemos, no sabremos jam��s, lo que cre��a Federico -ni aun lo que dudaba-, porque a Hamlet, trastornado por la aparici��n de la sombra vengadora, no le preserva de atentar contra su vida la fe, sino la duda; el problema del ?acaso so?ar...?
Una casualidad de las que parecen inventadas y no pueden inventarse, trajo a mis manos algo que a un diario se asemeja; apuntes trazados por Federico, que ten��an en la primera hoja la fecha de un a?o justo antes del drama. La clave de su desventura la encierra el elegante ��lbum con tapas de cuero de Rusia, con las iniciales F. M. enlazadas, de oro, vendido a un prendero en la almoneda, adquirido por un aficionado a encuadernaciones, que arranca cuidadosamente lo escrito o impreso y solo guarda la tapa, habi��ndose formado una soberbia, ?dir�� biblioteca?, de forros de libros, y a quien yo he suplicado que me ceda lo de dentro, ya que solo estima lo de fuera -y tal vez es un gran sabio-. As�� pude penetrar en el esp��ritu del suicida, y creo que nadie traducir�� sino como yo las traduje las indicaciones que extracto coordin��ndolas.
***
??Siempre lo mismo! La impresi��n persiste.
?C��mo empez��?
Esto es lo malo: no lo puedo decir. Fue tan insensible la inoculaci��n, que apenas recuerdo antecedentes.
No veo causa, no veo origen definido. No he recibido, a mi parecer, ning��n susto; no he sufrido emoci��n alguna, profunda o repentina y sobrecogedora, que justifique estado de ��nimo tan especial.
?De ��nimo? Y tambi��n de cuerpo. Noto que mis funciones se han alterado; cada d��a compruebo los estragos del mal en mi organismo.
La depresi��n de mis facultades es gradual, honda.
Mi inteligencia est�� perturbada, mi cerebro
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