Impresiones, Poesías | Page 2

Joseph Campo-Arana
el alma; que todavía dá, que todavía ha de dar muchas obras á la escena que honró con el Trovador_ y con _Juan Lorenzo (drama superior al público que creyó juzgarlo y se condenó á sí mismo), para gloria suya y aliento y ense?anza de la juventud, que reza sus versos como las ancianas las oraciones de sus devocionarios. Ved más allá á Manuel Tamayo y Baus, que no contento con la reputacion que basta á todos los hombres, ha querido conquistar dos, y tomando el pseudónimo de Joaquín Estébanez, ha acometido y llevado á cima con _Un drama nuevo_ la temeraria empresa de eclipsar al autor de Virginia y La Locura de amor. Junto á él y cogidos de sus manos, como un hermano afectuoso el uno, como un maestro y un padre el otro, están Manuel Ca?ete y D. Aureliano Fernandez-Guerra... Manuel Ca?ete, el poeta inspirado y elegante, el restaurador de nuestro primitivo teatro, el crítico á quien la fuerza, la violencia del amor á lo bello encarnado en su espíritu, le obliga hasta á ser cruel y despiadado con lo malo; Fernandez-Guerra, el sabio infatigable, el sabio poeta, á quien acusan de so?ador en sus juicios los que no comprenden que, á veces, tiene que inventarse cosas que no sepa para estudiarlas, porque cuanto humanamente se puede saber está ya tan bien colocado en su cerebro como los libros en una biblioteca. Esforzad, esforzad la turbada vista y descubrireis más rostros conocidos y simpáticos. Rosell, el docto Rosell, cuya prosa sólo puede rivalizar con sus versos; Escosura, siempre elocuente en sus escritos, siempre chistoso en su conversacion, siempre benévolo con la juventud de que eternamente formará parte; Arteche, el severo, inimitable historiador de la Guerra de la Independencia, el narrador ameno de la vida de _Un soldado espa?ol de veinte siglos_; Valera, el naturalmente correcto autor de Pepita Gimenez; Campoamor, el que hasta nombre ha tenido que inventar para su poesía, tan singular y extra?a como avasalladora del ánimo y de la atencion; Oliván, el hablista rival de Cervantes y de Moratin, el que posee en su pluma una varita mágica que hace brotar poéticas flores sobre los problemas económicos y sobre las leyes agrícolas; Balart, el ingenioso crítico que vuelve sobre su olvidada pluma para terror de los poetas chirles, para regocijo de los que arrancan un elogio á su censura severa y sana; Canalejas, el ameno preceptista; Selgas, el incansable rebuscador de retruécanos y paradojas, el terrible censor de las modernas costumbres; Nu?ez de Arce, el viril cantor de las angustias de la patria; Silvela, el fino y cáustico Velisla; Frontaura, el ingeniosísimo retratista del pueblo; Luis Guerra, el biógrafo, el vengador del autor insigne de _La verdad sospechosa_; Castro y Serrano, el que fué á Suez sin moverse de Madrid, el que escribió las Cartas trascendentales_, y La Capitana Coock_ y Las Estanqueras_; Alarcon, el Testigo de la guerra de áfrica_, el viajero _De Madrid á Nápoles_... Mil más que convierten el grupo de los escritores que tienen ya basada en sólido cimiento su reputacion, en un inmenso océano de cabezas.
A su lado, y como huyendo avergonzados de la compa?ía de los demás, nos muestran la espalda los tránsfugas de la literatura; los que van á buscar en la política, más que el nombre que su natural disposicion les brindaba, un descrédito probable por el pronto, y, á la larga, el anatema ó el olvido.
No es insignificante el número de los que en otro extremo del cuadro se impone al cansancio de nuestros ojos con la viveza y animacion de sus figuras. Echegaray, el hombre de ciencia, el político, aparece en primer término al frente de la alborotada multitud de los Zapata, los Herranz, los Sanchez de Castro, Gaspar, Calvo y Revilla, Barrera, Valcárcel, Bustillo, Balaciart, etc., etc., etc., trocando el compás por la pluma, y trasformándose de un golpe en el autor dramático más atrevido de su época.
Vedlos á todos, entusiastas soldados del arte, escalar las ásperas alturas que guian á la cumbre donde se asienta el templo de la Fama, enardecidos por la fé que rebosa en sus almas, por la hermosura de la conquista, y no ménos que por todo eso, por las voces del ilustrado y benévolo Navarrete, del ático Sanchez Perez, del tan discreto como bilioso Revilla, del juicioso y noble García Cadena, del entusiasta Alfonso, del concienzudo Cortázar.
?Estéril el período literario que atravesamos! ?Vale la pena tan peregrina acusacion de que nos ocupemos de ella un momento más?
II.
Hace algunos a?os, ofrecía la Plaza de Santa Ana un aspecto muy distinto del que ahora presenta; y, sin duda porque el que estas líneas escribe la contemplaba entónces con los aduladores ojos de la adolescencia, infinitamente más bello. Verdad es que la fachada del teatro Espa?ol no ostentaba los primores
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