a la mente los misterios budistas.
Más adelante pudo la niña apreciar la belleza y variedad de los
abanicos que había en la casa, y que eran una de las principales
riquezas de ella. Quedábase pasmada cuando veía los dedos de su
mamá sacándolos de las perfumadas cajas y abriéndolos como saben
abrirlos los que comercian en este artículo, es decir, con un desgaire
rápido que no los estropea y que hace ver al público la ligereza de la
prenda y el blando rasgueo de las varillas. Barbarita abría cada ojo
como los de un ternero cuando su mamá, sentándola sobre el mostrador,
le enseñaba abanicos sin dejárselos tocar; y se embebecía
contemplando aquellas figuras tan monas, que no le parecían personas,
sino chinos, con las caras redondas y tersas como hojitas de rosa, todos
ellos risueños y estúpidos, pero muy lindos, lo mismo que aquellas
casas abiertas por todos lados y aquellos árboles que parecían matitas
de albahaca... ¡Y pensar que los árboles eran el té nada menos, estas
hojuelas retorcidas, cuyo zumo se toma para el dolor de barriga...!
Ocuparon más adelante el primer lugar en el tierno corazón de la hija
de D. Bonifacio Arnaiz y en sus sueños inocentes, otras preciosidades
que la mamá solía mostrarle de vez en cuando, previa amonestación de
no tocarlos; objetos labrados en marfil y que debían de ser los juguetes
con que los ángeles se divertían en el Cielo. Eran al modo de torres de
muchos pisos, o barquitos con las velas desplegadas y muchos remos
por una y otra banda; también estuchitos, cajas para guantes y joyas,
botones y juegos lindísimos de ajedrez. Por el respeto con que su mamá
los cogía y los guardaba, creía Barbarita que contenían algo así como el
Viático para los enfermos, o lo que se da a las personas en la iglesia
cuando comulgan. Muchas noches se acostaba con fiebre porque no le
habían dejado satisfacer su anhelo de coger para sí aquellas monerías.
Hubiérase contentado ella, en vista de prohibición tan absoluta, con
aproximar la yema del dedo índice al pico de una de las torres; pero ni
aun esto... Lo más que se le permitía era poner sobre el tablero de
ajedrez que estaba en la vitrina de la ventana enrejada (entonces no
había escaparates), todas las piezas de un juego, no de los más finos, a
un lado las blancas, a otro las encarnadas.
Barbarita y su hermano Gumersindo, mayor que ella, eran los únicos
hijos de D. Bonifacio Arnaiz y de doña Asunción Trujillo. Cuando tuvo
edad para ello, fue a la escuela de una tal doña Calixta, sita en la calle
Imperial, en la misma casa donde estaba el Fiel Contraste. Las niñas
con quienes la de Arnaiz hacía mejores migas, eran dos de su misma
edad y vecinas de aquellos barrios, la una de la familia de Moreno, del
dueño de la droguería de la calle de Carretas, la otra de Muñoz, el
comerciante de hierros de la calle de Tintoreros. Eulalia Muñoz era
muy vanidosa, y decía que no había casa como la suya y que daba gusto
verla toda llena de unos pedazos de hierro mu grandes, del tamaño de
la caña de doña Calixta, y tan pesados, tan pesados que ni
cuatrocientos hombres los podían levantar. Luego había un sin fin de
martillos, garfios, peroles mu grandes, mu grandes... «más anchos que
este cuarto». Pues, ¿y los paquetes de clavos? ¿Qué cosa había más
bonita? ¿Y las llaves que parecían de plata, y las planchas, y los anafres,
y otras cosas lindísimas? Sostenía que ella no necesitaba que sus papás
le comprasen muñecas, porque las hacía con un martillo, vistiéndolo
con una toalla. ¿Pues y las agujas que había en su casa? No se
acertaban a contar. Como que todo Madrid iba allí a comprar agujas, y
su papá se carteaba con el fabricante... Su papá recibía miles de cartas
al día, y las cartas olían a hierro... como que venían de Inglaterra,
donde todo es de hierro, hasta los caminos... «Sí, hija, sí, mi papá me lo
ha dicho. Los caminos están embaldosados de hierro, y por allí encima
van los coches echando demonios».
Llevaba siempre los bolsillos atestados de chucherías, que mostraba
para dejar bizcas a sus amigas. Eran tachuelas de cabeza dorada,
corchetes, argollitas pavonadas, hebillas, pedazos de papel de lija,
vestigios de muestrarios y de cosas rotas o descabaladas. Pero lo que
tenía en más estima, y por esto no lo sacaba sino en ciertos días, era su
colección de etiquetas, pedacitos de papel verde, recortados de los
paquetes inservibles, y que tenían el famoso escudo inglés, con la
jarretiera, el leopardo y el unicornio. En todas ellas se leía:
Birmingham. «Veis... este señor Bermingán es el que se cartea con mi
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