Fortunata y Jacinta | Page 8

Benito Pérez Galdós
boca, y las habitaciones parec��an destinadas a la premeditaci��n de alg��n crimen. Hab��a moradas de estas, a las cuales se entraba por la cocina. Otras ten��an los pisos en declive, y en todas ellas o��ase hasta el respirar de los vecinos. En algunas se ve��an mezquinos arcos de f��brica para sostener el entramado de las escaleras, y abundaba tanto el yeso en la construcci��n como escaseaban el hierro y la madera. Eran comunes las puertas de cuarterones, los baldosines polvorosos, los cerrojos imposibles de manejar y las vidrieras emplomadas. Mucho de esto ha desaparecido en las renovaciones de estos ��ltimos veinte a?os; pero la estrechez de las viviendas subsiste.
Creci�� B��rbara en una atm��sfera saturada de olor de s��ndalo, y las fragancias orientales, juntamente con los vivos colores de la pa?oler��a chinesca, dieron acento poderoso a las impresiones de su ni?ez. Como se recuerda a las personas m��s queridas de la familia, as�� vivieron y viven siempre con dulce memoria en la mente de Barbarita los dos maniqu��s de tama?o natural vestidos de mandar��n que hab��a en la tienda y en los cuales sus ojos aprendieron a ver. La primera cosa que excit�� la atenci��n naciente de la ni?a, cuando estaba en brazos de su ni?era, fueron estos dos pasmarotes de semblante lelo y desabrido, y sus magn��ficos trajes morados. Tambi��n hab��a por all�� una persona a quien la ni?a miraba mucho, y que la miraba a ella con ojos dulces y cuajados de candoroso chino. Era el retrato de Ay��n, de cuerpo entero y tama?o natural, dibujado y pintado con dureza, pero con gran expresi��n. Mal conocido es en Espa?a el nombre de este peregrino artista, aunque sus obras han estado y est��n a la vista de todo el mundo, y nos son familiares como si fueran obra nuestra. Es el ingenio bordador de los pa?uelos de Manila, el inventor del tipo de rameado m��s vistoso y elegante, el poeta fecund��simo de esos madrigales de cresp��n compuestos con flores y rimados con p��jaros. A este ilustre chino deben las espa?olas el hermos��simo y caracter��stico chal que tanto favorece su belleza, el mant��n de Manila, al mismo tiempo se?oril y popular, pues lo han llevado en sus hombros la gran se?ora y la gitana. Envolverse en ��l es como vestirse con un cuadro. La industria moderna no inventar�� nada que iguale a la ingenua poes��a del mant��n, salpicado de flores, flexible, pegadizo y mate, con aquel fleco que tiene algo de los enredos del sue?o y aquella brillantez de color que iluminaba las muchedumbres en los tiempos en que su uso era general. Esta prenda hermosa se va desterrando, y s��lo el pueblo la conserva con admirable instinto. Lo saca de las arcas en las grandes ��pocas de la vida, en los bautizos y en las bodas, como se da al viento un himno de alegr��a en el cual hay una estrofa para la patria. El mant��n ser��a una prenda vulgar si tuviera la ciencia del dise?o; no lo es por conservar el car��cter de las artes primitivas y populares; es como la leyenda, como los cuentos de la infancia, candoroso y rico de color, f��cilmente comprensible y refractario a los cambios de la moda.
Pues esta prenda, esta nacional obra de arte, tan nuestra como las panderetas o los toros, no es nuestra en realidad m��s que por el uso; se la debemos a un artista nacido a la otra parte del mundo, a un tal Ay��n, que consagr�� a nosotros su vida toda y sus talleres. Y tan agradecido era el buen hombre al comercio espa?ol, que enviaba a los de ac�� su retrato y los de sus catorce mujeres, unas se?oras tiesas y p��lidas como las que se ven pintadas en las tazas, con los pies incre��bles por lo chicos y las u?as incre��bles tambi��n por lo largas.
Las facultades de Barbarita se desarrollaron asociadas a la contemplaci��n de estas cosas, y entre las primeras conquistas de sus sentidos, ninguna tan segura como la impresi��n de aquellas flores bordadas con luminosos torzales, y tan frescas que parec��a cuajarse en ellas el roc��o. En d��as de gran venta, cuando hab��a muchas se?oras en la tienda y los dependientes desplegaban sobre el mostrador centenares de pa?uelos, la l��brega tienda semejaba un jard��n. Barbarita cre��a que se podr��an coger flores a pu?ados, hacer ramilletes o guirnaldas, llenar canastillas y adornarse el pelo. Cre��a que se podr��an deshojar y tambi��n que ten��an olor. Esto era verdad, porque desped��an ese tufillo de los embalajes asi��ticos, mezcla de s��ndalo y de resinas ex��ticas que nos trae a la mente los misterios budistas.
M��s adelante pudo la ni?a apreciar la belleza y variedad de los abanicos que hab��a en la casa, y que eran una de las principales riquezas de ella. Qued��base pasmada cuando ve��a los dedos de
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