de aventuras, osado el continente, alegre la mirada, y tan lleno de júbilo como pudiera estarlo, en un caso muy parecido, el famoso manchego, si bien, á la inversa de éste, no se le daba una higa porque la posteridad recordase ó no que ya el rubicundo Apolo extendía sus dorados cabellos por la faz de la anchurosa tierra, cuando él, perdiendo de vista su casa, comenzó á respirar los corrompidos aires de la Dársena.
Llegado al gran teatro de sus futuras operaciones, su primer cuidado fué buscar á la gente de su cala?a, á fin de orientarse mejor.
No tardaron en aparecérsele media docena de raqueros que, por única bienvenida, le sacudieron tal descarga de coquetazos y de pi?as, que el pobre quedó tendido en el suelo, aunque sin extra?arse de semejante acogida, como no se extra?a un novel académico, al ingresar en el seno de la corporación, del consabido elocuentísimo discurso que le dedican los veteranos.
Pasada la cachetina y solo Cafetera, limpió con el gorro sus lágrimas de coraje, y con la flema de un inglés recién llegado comenzó á reconocer el terreno que pisaba.
Aburrido de pasear el Muelle en todas direcciones sin fruto alguno, encendió en un tizón de una carena una colilla que halló al paso, y se sentó á mirar cómo trabajaban los calafates.
Cuando notó que éstos le habían vuelto la espalda y que la estopa y las herramientas andaban al alcance de sus manos, virgen de toda noción de fueros de pertenencia, creyó lo más natural del mundo trasladar al insondable pecho de su camisa algunas libras de cá?amo y un escoplo; hecho lo cual, por consejo de su prudencia levantóse con sigilo é hizo rumbo al polo opuesto.
Pensando estaba en lo que haría con el hallazgo, cuando topó con la misma gente que poco antes le había zurrado la badana: no hay necesidad de decir que el novel raquero, á la vista del enemigo, se preparó á virar en redondo; pero no le sirvió la maniobra. El jefe de los otros, pillastre de patente, con más asomos de bozo que de vergüenza y que se llamaba Pipa, sacando por algunos hilos que se escapaban de la camisa del primero la madeja que ocultaba, cortóle sus vuelos, y echando la zarpa al bulto, dijo, gui?ando el ojo á los suyos:
--Arría en banda, Cafetera.
éste, viéndose abordado de tal manera, aunque sin esperanza de salvación, trató de defenderse á mordiscos y patadas.
--?Por qué tengo de arriar?--gimió, apretando los dientes.
--?Arría, te digo!
--?Que no me sale, vamos!
--?Atízale, Pipa!--le decían los otros.
Pero Pipa estaba por seguir, antes de la violencia, los trámites pacíficos.
--?Quién te dió esa estopa?
--Lo he trincao--contestó Cafetera con acento sublime.
?Mágica palabra! Con ella dió el neófito, sin sospecharlo, una idea de su capacidad futura. Aquella cabeza chata, crespa y enmara?ada, se había engrandecido á los ojos de la patulea con la aureola del genio; el chico prometía mucho. Pipa, que no se parecía en nada á las eminencias de nuestra esclarecida sociedad, lejos de sofocar aquella naciente inteligencia, soltó la presa que tenía agarrada y se dispuso, después de mirar á los suyos, á prestarle toda la influencia de su posición.
--Sígueme--le dijo con ademán solemne.
--?Aónde?
--á pulir la estopa. ?Tienes más?
--?Tengo un escoplo, de mistó!
--?Aprieta!... ?Viva Cafetera!--exclamó el jefe, echando á correr hacia San Felipe.
--?Viva!--contestaron los demás, siguiéndole y llevándose en medio al protegido.
Por un callejón que entonces era intransitable por lo pendiente, y hoy es inaccesible porque forma ángulo recto con la bóveda celeste, echaron nuestros personajes á paso de carga, y no se detuvieron hasta llegar á una peque?a barraca, incrustada entre un murallón de San Felipe y otro del Cristo de la Catedral, en cuyo estrecho recinto se veían amontonados diversidad de objetos, clasificados con la mayor escrupulosidad, y todos de la especie de los que ya Pipa había recibido de manos del neófito.
Allí, desde tiempo inmemorial, afluían los raqueriles productos de todo el pueblo, que, aunque singularmente valían cortísimas cantidades, llegaron, según es fama, á formar, en cuerpo colectivo, un decente capital al humilde mercader que, ocultando su mustia fisonomía bajo una gorra de pieles, y detrás de unas gafas como dos ruedas de polea, tenía fuerza de voluntad ó codicia bastante para luchar de sol á sol con tan notabilísima parroquia.
Clasificando estaba unas chapas de cobre, cuando asomó Pipa la cabeza dentro de la tienda.
--?Qué traes tú, pillete?--le interrogó, mirándole por encima de las gafas.
--Esto--contestó lacónicamente Pipa, depositando el género sobre una mesa.
El mercader de estopas y de cobre lo miró un instante como para evaluarlo, y sacó del bolsillo, con mano torpe y perezosa, media peseta que dió al raquero.
--?No echa más usted?--dijo éste contemplando la moneda.
--Nada más.
--?Ay, qué contra!... ?Pues si el escoplo solo vale medio chulé!
--?Sí?--gru?ó el comprador;--?pues descuídate y verás si te llevo al Capitán del puerto, tunante!
Pipa comprendió que
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