que le provoca á la lucha; para no dejar de ver, ni por un solo instante en la sociedad, junto á uno que se muere de hambre, otro que revienta de harto. ?Qué es esto, amigo mío? Pues todo ello ya lo teníamos nosotros sin tanta música ni tanto cacareo de dignidad y de derechos; y aun teníamos más, porque con la misma desigualdad de fortunas, había buena fe en los de arriba y resignación en los de abajo. Resultado: que había paz en los pueblos, alegría en los hogares, y grandes virtudes en el corazón. Ahora, si estas menudencias no valen nada para ustedes, la cuestión cambia de aspecto; y si el destino del hombre sobre la tierra es otro que hacer risue?o y apacible el grupo de una familia cobijada al calor del hogar doméstico, confieso sin repugnancia que nuestras patriarcales costumbres fueron un borrón que manchó á la humanidad en los tiempos del llamado obscurantismo.
Aquí don Pelegrín se limpió los labios con su pa?uelo, arregló la capa sobre las rodillas, sacó la caja de rapé y tomó un polvo con marcial desenfado. En vano le llamé al orden y le rogué que continuase hablándome de la tertulia de Su Ilustrísima: le había tocado su cuerda más sensible, y, como siempre, se engolfó entre sus rancias memorias: no hallé medio de dirigirle una pregunta sin obtener por respuesta parrafadas como la anterior. En vista de ello, supuse una ocupación urgente, despedíme de él y salí del café, haciendo que me reía de sus lucubraciones, ó, lo que es lo mismo, comentando la sesión en términos iguales ó parecidos á los que han servido de introducción á este bosquejo.
EL RAQUERO
I
Antes que la moderna civilización en forma de locomotora asomara las narices á la puerta de esta capital; cuando el alípedo genio de la plaza, acostumbrado á vivir, como la péndola de un reló, entre dos puntos fijos, perdía el tino sacándole de una carreta de bueyes ó de la bodega de un buque mercante; cuando su enlace con las artes y la industria le parecía una utopía, y un sue?o el poder que algunos le atribuían de llevar la vida, el movimiento y la riqueza á un páramo desierto y miserable; cuando, desconociendo los tesoros que germinaban bajo su estéril caduceo, los cotizaba con dinero encima, sin reparar que sutiles zahories los atisbaban desde extra?as naciones, y que más tarde los habían de explotar con tan pingüe resultado, que con sus residuos había de enriquecerse él; cuando miraba con incrédula sonrisa arrojar pedruscos al fondo de la bahía; cuando, en fin, la aglomeración de estos pedruscos aún no había llegado á la superficie, ni él advertido que se trataba de improvisar un pueblo grande, bello y rico, el Muelle de las Naos, ó como decía y sigue diciendo el vulgo, el Muelle Anaos, era una región de la que se hablaba en el centro de Santander como de Fernando Póo ó del Cabo de Hornos.
Confinado á un extremo de la población y sin objeto ya para las faenas diarias del comercio, era el basurero, digámoslo así, del Muelle nuevo y el cementerio de sus despojos.
Muchos de mis lectores se acordarán, como yo me acuerdo, de su negro y desigual pavimento, de sus edificios que se reducían á cuatro ó cinco fraguas mezquinas y algunas desvencijadas barracas que servían de depósitos de alquitrán y brea; de sus montones de escombros, anclotes, mástiles, maderas de todas especies y jarcia vieja; y, por último, de los seres que respiraban constantemente su atmósfera pegajosa y denegrida siempre con el humo de las carenas.
De nada de esto se habrán olvidado, porque el Muelle de las Naos, efecto de su libérrimo gobierno, ha sido siempre, para los hijos de Santander, el teatro de sus proezas infantiles. Allí se corría la cátedra; allí se verificaban nuestros desafíos á trompada suelta; allí nos familiarizábamos con los peligros de la mar; allí se desgarraban nuestros vestidos; allí quedaba nuestra ro?osa moneda, después de jugarla al palmo ó á la rayuela; allí, en una palabra, nos entregábamos de lleno á las exigencias de la edad, pues el bastón del polizonte nunca pasó de la esquina de la Pescadería; y no sé, en verdad, si porque los vigilantes juzgaban el territorio hecho una balsa de aceite, ó porque, á fuer de prudentes, huían de él. Esta razón es la más probable; y no porque nosotros fuéramos tan bravos que osáramos prender á la justicia: es que sobre ésta y sobre nosotros mismos, medio aclimatados ya á aquella temperatura, estaba el verdadero se?or del territorio haciendo siempre de las suyas; el que intervenía en todos nuestros juegos como socio industrial; el que pagaba, si perdía, con el crédito que nadie le prestaba, pero que, por de pronto, ganaba cuanto jugábamos; el
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