El paraiso de las mujeres | Page 8

Vicente Blasco Ibáñez
ruidoso, igual al estertor de un gigante moribundo.
A partir de este momento, el ingeniero creyo haber caido en un mundo irreal, en una vida distinta de la ordinaria. Los hechos se sucedieron con una rapidez desconcertante.
Se vio hablando con un oficial que corria a lo largo de la cubierta dando gritos a los marineros para que echasen los botes al agua.
--Hemos tocado con la proa una mina flotante--dijo contestando a las preguntas de Gillespie--. Y si no es una mina, sera un torpedo abandonado por alguno de los corsarios alemanes que navegaron en el Pacifico.
Respondio el ingeniero con un gesto de incredulidad. ?Como podian las corrientes oceanicas arrastrar una mina flotante hasta Australia?... ?Por que raro capricho de la suerte iban ellos a chocar con un torpedo abandonado por un corsario en la inmensidad del Pacifico?... Oyo que le hablaban; pero esta vez era un pasajero con el que solo habia cambiado algunos saludos durante el viaje.
--No creo en la mina ni en el torpedo--dijo este hombre--. Deben haber embarcado dinamita en Nueva Zelandia o alguna otra materia explosiva. Lo cierto es que nos vamos a pique irremediablemente.
Gillespie se dio cuenta de que este pasajero decia verdad. El buque empezaba a hundir su proa y a levantar la popa lentamente. Las olas invadian ya la parte delantera del buque, llevandose los objetos rotos por la explosion y los cadaveres despedazados.
Los tripulantes echaban los botes al agua. Los oficiales, ayudados por algunos pasajeros, todos con su revolver en la diestra, iban reglamentando el embarco de la gente. Las mujeres y los ninos ocupaban con preferencia las grandes balleneras; luego embarcaban los hombres por orden de edad.
Se abstuvo Gillespie de unirse a los grupos que esperaban sobre la cubierta el momento de huir del buque. Sabia que el, por su juventud y su vigor, debia ser de los ultimos. Un tranquilo fatalismo guiaba ahora sus acciones. La muerte se le aparecia como algo dulce y triste que podia solucionar todas las contrariedades de su existencia.
Automaticamente se metio en su camarote, tomando muchos objetos de un modo instintivo, sin que su razon pudiese definir por que hacia esto.
Al volver a la cubierta, ya no vio a los grupos de pasajeros. Todos estaban en los botes. Solo quedaban algunos tripulantes, y el mismo oficial que le habia hablado corria ahora de una borda a otra, dando ordenes en el vacio.
--?Que hace usted aqui?--le pregunto severamente--. Embarquese en seguida. El buque va a hundirse en unos minutos.
Asi era. La proa habia desaparecido enteramente; las olas barrian ya la mitad de la cubierta; el interior del paquebote callaba ahora con un silencio mortal. Las maquinas estaban inundadas. Un humo denso y frio, de hoguera apagada, salia por sus chimeneas.
Gillespie tuvo que subir a gatas por la cubierta en pendiente, lo mismo que por una montana, hasta llegar a un sitio designado por el oficial, del que colgaba una cuerda. Se deslizo a lo largo de ella con una agilidad de deportista acostumbrado a las suertes gimnasticas, hasta que tuvo debajo de sus plantas el movedizo suelo de madera de un bote.
Unos pies golpearon su cabeza, y tuvo que sentarse para dejar sitio al oficial, que descendia detras de el.
El bote no era gran cosa como embarcacion. Lo habian despreciado, sin duda, los demas tripulantes y pasajeros que llenaban varias balleneras vagabundas sobre la superficie azul. Todas estas embarcaciones se alejaban a vela o a remo del buque agonizante.
Por fortuna, este bote, en el que podian tomar asiento hasta ocho personas, solo estaba ocupado por tres: Gillespie, el oficial y un marinero.
El paquebote, acostandose en una ultima convulsion, desaparecio bajo el agua, lanzando antes varias explosiones, como ronquidos de agonia. La soledad oceanica parecio agrandarse despues del hundimiento de esta isla creada por los hombres. Las diversas embarcaciones, pequenas como moscas, se fueron perdiendo de vista unas de otras en la penumbra vagorosa del crepusculo. El mar, que visto desde lo alto del buque solo estaba rizado por suaves ondulaciones, era ahora una interminable sucesion de montanas enormes de angustioso descenso y de sombrios valles, en los que el bote parecia que iba a quedarse inmovil, sin fuerzas para emprender la ascension de la nueva cumbre que venia a su encuentro.
Los tres hombres remaron varias horas. Luego la fatiga pudo mas que su voluntad, y acabaron tendiendose en el fondo de la embarcacion.
La lobreguez de la noche abatio sus energias. ?Para que seguir remando a traves de las sombras, sin saber adonde iban? Era mejor esperar la luz de la manana, economizando sus fuerzas.
Acabo Gillespie por dormirse con ese sueno pesado y profundo, de una densidad animal, que solo conocen los hombres cuando estan en visperas de un peligro de muerte.
Le parecio que este sueno y la misma noche solo habian durado unos minutos. Una impresion caustica
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