El paraiso de las mujeres | Page 8

Vicente Blasco Ibáñez
obscuros que se esparcian
en semicirculo. Esta cortina densa tomo un color de sangre al cubrir el
horizonte enrojecido por la puesta del sol.
Sono una explosion inmensa, ensordecedora, y despues se hizo un
profundo silencio en la dulce serenidad de la tarde, como si el infinito
del mar y el horizonte hubiesen absorbido hasta la ultima vibracion del
atronador desgarramiento. Pero el silencio fue corto. A continuacion,
todo el buque parecio cubrirse de aullidos de dolor, de gritos de
sorpresa, de carreras de gentes enloquecidas por el panico, de ordenes
energicas. Por las dos chimeneas del paquebote se escaparon torrentes
mugidores de humo negro, al mismo tiempo que debajo de la cubierta
empezaba un jadeo ruidoso, igual al estertor de un gigante moribundo.
A partir de este momento, el ingeniero creyo haber caido en un mundo
irreal, en una vida distinta de la ordinaria. Los hechos se sucedieron
con una rapidez desconcertante.
Se vio hablando con un oficial que corria a lo largo de la cubierta
dando gritos a los marineros para que echasen los botes al agua.
--Hemos tocado con la proa una mina flotante--dijo contestando a las
preguntas de Gillespie--. Y si no es una mina, sera un torpedo
abandonado por alguno de los corsarios alemanes que navegaron en el
Pacifico.
Respondio el ingeniero con un gesto de incredulidad. ?Como podian las
corrientes oceanicas arrastrar una mina flotante hasta Australia?... ?Por
que raro capricho de la suerte iban ellos a chocar con un torpedo

abandonado por un corsario en la inmensidad del Pacifico?... Oyo que
le hablaban; pero esta vez era un pasajero con el que solo habia
cambiado algunos saludos durante el viaje.
--No creo en la mina ni en el torpedo--dijo este hombre--. Deben haber
embarcado dinamita en Nueva Zelandia o alguna otra materia explosiva.
Lo cierto es que nos vamos a pique irremediablemente.
Gillespie se dio cuenta de que este pasajero decia verdad. El buque
empezaba a hundir su proa y a levantar la popa lentamente. Las olas
invadian ya la parte delantera del buque, llevandose los objetos rotos
por la explosion y los cadaveres despedazados.
Los tripulantes echaban los botes al agua. Los oficiales, ayudados por
algunos pasajeros, todos con su revolver en la diestra, iban
reglamentando el embarco de la gente. Las mujeres y los ninos
ocupaban con preferencia las grandes balleneras; luego embarcaban los
hombres por orden de edad.
Se abstuvo Gillespie de unirse a los grupos que esperaban sobre la
cubierta el momento de huir del buque. Sabia que el, por su juventud y
su vigor, debia ser de los ultimos. Un tranquilo fatalismo guiaba ahora
sus acciones. La muerte se le aparecia como algo dulce y triste que
podia solucionar todas las contrariedades de su existencia.
Automaticamente se metio en su camarote, tomando muchos objetos de
un modo instintivo, sin que su razon pudiese definir por que hacia esto.
Al volver a la cubierta, ya no vio a los grupos de pasajeros. Todos
estaban en los botes. Solo quedaban algunos tripulantes, y el mismo
oficial que le habia hablado corria ahora de una borda a otra, dando
ordenes en el vacio.
--?Que hace usted aqui?--le pregunto severamente--. Embarquese en
seguida. El buque va a hundirse en unos minutos.
Asi era. La proa habia desaparecido enteramente; las olas barrian ya la
mitad de la cubierta; el interior del paquebote callaba ahora con un

silencio mortal. Las maquinas estaban inundadas. Un humo denso y
frio, de hoguera apagada, salia por sus chimeneas.
Gillespie tuvo que subir a gatas por la cubierta en pendiente, lo mismo
que por una montana, hasta llegar a un sitio designado por el oficial,
del que colgaba una cuerda. Se deslizo a lo largo de ella con una
agilidad de deportista acostumbrado a las suertes gimnasticas, hasta que
tuvo debajo de sus plantas el movedizo suelo de madera de un bote.
Unos pies golpearon su cabeza, y tuvo que sentarse para dejar sitio al
oficial, que descendia detras de el.
El bote no era gran cosa como embarcacion. Lo habian despreciado, sin
duda, los demas tripulantes y pasajeros que llenaban varias balleneras
vagabundas sobre la superficie azul. Todas estas embarcaciones se
alejaban a vela o a remo del buque agonizante.
Por fortuna, este bote, en el que podian tomar asiento hasta ocho
personas, solo estaba ocupado por tres: Gillespie, el oficial y un
marinero.
El paquebote, acostandose en una ultima convulsion, desaparecio bajo
el agua, lanzando antes varias explosiones, como ronquidos de agonia.
La soledad oceanica parecio agrandarse despues del hundimiento de
esta isla creada por los hombres. Las diversas embarcaciones, pequenas
como moscas, se fueron perdiendo de vista unas de otras en la
penumbra vagorosa del crepusculo. El mar, que visto desde lo alto del
buque solo estaba rizado por suaves ondulaciones, era ahora una
interminable sucesion de
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