fornido y alto. Irritado de verse vencido siempre como capitán, quiso probarse con D. Fadrique en singular combate. Lucharon, pues, á pu?adas y á brazo partido, y el pobre Casimiro salió siempre acogotado y pisoteado, á pesar de su superioridad aparente.
Los frailes dominicos del lugar nunca quisieron bien á la familia de los Mendozas. á pesar de la piedad suma de las chachas Victoria y Ramoncica, y de la devoción humilde de D. José, no podían tragar á D. Diego, y se mostraban escandalizados de los desafueros é insolencias de D. Fadrique.
Sólo el P. Jacinto, que amaba tiernamente á don Fadrique, le defendía de las acusaciones y quejas de los otros frailes.
éstos, no obstante, le amenazaban á menudo con cogerle y enviarle á los Toribios, ó con hacer que el propio hermano Toribio viniese por él y se le llevase.
Bien sabían los frailes que el bendito hermano Toribio había muerto hacía más de veinte a?os; pero la institución creada por él florecía, prestando al glorioso fundador una existencia inmortal y mitológica. Hasta muy entrado el segundo tercio del siglo presente, el hermano Toribio y los Toribios en general han sido el tema constante de todas amenazas para infundir saludable terror á los chachos traviesos.
En la mente de D. Fadrique no entraba la idea de la fervorosa caridad con que el hermano Toribio, á fin de salvar y purificar las almas de cuantos muchachos cogía, les martirizaba el cuerpo, dándoles rudos azotes sobre las carnes desnudas. Así es que se presentaba en su imaginación el bendito hermano Toribio como loco furioso y perverso, enemigo de sí mismo para llagarse con cadenas ce?idas á los ri?ones, y enemigo de todo el género humano, á quien desollaba y atormentaba en la edad de la ni?ez y de la más temprana juventud cuando se abren al amor las almas y cuando la naturaleza y el cielo debieran sonreír y acariciar en vez de dar azotes.
Como ya habían ocurrido casos de llevarse á los Toribios, contra la voluntad de sus padres, á varios muchachos traviesos, y como el hermano Toribio, durante su santa vida, había salido á caza de tales muchachos, no sólo por toda Sevilla, sino por otras poblaciones de Andalucía, desde donde los conducía á su terrible establecimiento, la amenaza de los frailes pareció para broma harto pesada á D. Diego, y para veras le pareció más pesada aún. Hizo, pues, decir á los frailes que se abstuviesen de embromar á su hijo, y mucho más de amenazarle, que ya él sabría castigar al chico cuando lo mereciese; pero que nadie más que él había de ser osado á ponerle las manos encima. A?adió D. Diego que el chico, aunque peque?o todavía, sabría defenderse y hasta ofender, si le atacaban, y que además él volaría en su auxilio, en caso necesario, y arrancaría las orejas á tirones á todos los Toribios que ha habido y hay en el mundo.
Con estas insinuaciones, que bien sabían todos cuán capaz era de hacer efectivas D. Diego, los frailes se contuvieron en su malevolencia; pero como D. Fadrique (fuerza es confesarlo, si hemos de ser imparciales) seguía siendo peor que Pateta, los frailes, no atreviéndose ya á esgrimir contra él armas terrenas y temporales, acudieron al arsenal de las espirituales y eternas, y no cesaron de querer amedrentarle con el infierno y el demonio.
De este método de intimidación se ocasionó un mal gravísimo. D. Fadrique, á pesar de sus chachas, se hizo impío, antes de pensar y de reflexionar, por un sentimiento instintivo. La religión no se ofreció á su mente por el lado del amor y de la ternura infinita, sino por el lado del miedo, contra el cual su natural valeroso é independiente se rebelaba. D. Fadrique no vió el objeto del amor insaciable del alma, y el fin digno de su última aspiración, en los poderes sobrenaturales. D. Fadrique no vió en ellos sino tiranos, verdugos ó espantajos sin consistencia.
Cada siglo tiene su espíritu, que se esparce y como que se diluye en el aire que respiramos, infundiéndose tal vez en las almas de los hombres, sin necesidad de que las ideas y teorías pasen de unos entendimientos á otros por medio de la palabra escrita ó hablada. El siglo XVIII tal vez no fué crítico, burlón, sensualista y descreído porque tuvo á Voltaire, á Kant y á los enciclopedistas, sino porque fué crítico, burlón, sensualista y descreído tuvo á dichos pensadores, quienes formularon en términos precisos lo que estaba vago y difuso en el ambiente: el giro del pensamiento humano en aquel período de su civilización progresiva.
Sólo así se comprende que D. Fadrique viniese á ser impío sin leer ni oir nada que á ello le llevase.
Esta nueva calidad que apareció en él era bastante peligrosa en aquellos tiempos. D. Diego mismo se
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