El Arroyo | Page 8

Elíseo Reclus
sentían morir de calor y de sed. Llenos de alegría al divisar una fuente, corrieron para arrojarse en sus aguas. El más joven que llegó primero, salió transformado; su color, negro como el de sus hermanos antes de sumergirse en la fuente, había tomado el color de un blanco rosado, y sobre sus espaldas brillaban rubios cabellos. El agua desaparecía por momentos, y el segundo hermano no pudo ba?arse por entero; no obstante, se revolcó sobre la arena húmeda, y su piel se ti?ó de un color dorado. A su vez el tercero se arrojó en la balsa, poro no quedaba ya ni una gota de agua. El desgraciado se agitaba inútilmente queriendo beber y humedecer su cuerpo; pero sólo las plantas de los pies y las palmas de sus manos, apretando la arena se humedecieron un poco y adquirieron un matiz ligeramente blanco.
Esta leyenda relativa á los habitantes de los tres continentes del Antiguo Mundo, nos cuenta, tal vez en forma velada, cuáles son las verdaderas causas de la prosperidad de las razas. Las naciones de Europa han llegado á ser las más morales, las más inteligentes y las más felices, no porque lleven en sí preeminencia alguna, sino porque gozan de un mayor número de ríos y fuentes, y sus cuencas fluviales están más felizmente distribuídas. El Asia, donde muchos pueblos son del mismo origen ario que las principales naciones de Europa, tiene una historia mucho más antigua, y ha hecho, no obstante, menos progresos en civilización y poderío sobre la naturaleza porque sus canales de riego están peor distribuídos, y porque vastos desiertos separan sus fértiles valles. Y el Africa, continente informe, poblado de desiertos, de mesetas, de llanuras tostadas por el sol, y de pantanos, hace largos siglos que es la tierra desheredada á causa de la falta de fuentes y de ríos. Pero á pesar de los odios y las guerras, en auge todavía, los pueblos se hacen más solidarios cada día, y saben ya comunicarse sus privilegios para hacer de ellos un patrimonio común; gracias á la ciencia y á la industria que se propagan de día en día, saben ya hacer brotar el agua donde nuestros antepasados no sabían hallarla, y poner en comunicación unos ríos con otros, aunque estén muy distantes. Los tres primeros hombres se separaron enemigos en la fuente de la Discordia, pero la misma leyenda a?ade que se reconciliaron un día en el manantial de la Igualdad, para ser eternamente hermanos.
En las regiones predilectas del sol, donde tradiciones y mitos van á buscar la mayor parte de las causas de la civilización de las naciones, es alrededor de la fuente, condición principal de la vida, donde afirman que por vez primera se reunieron los hombres. En medio del desierto, la tribu vive aprisionada en el oasis; forzosamente agrícola, los límites de su territorio están marcados por el alcance que el agua tiene. Las estepas de abundante hierba, más fáciles de atravesar que el desierto, no mantienen en cautiverio á las tribus, y los pastores nómadas conduciendo sus reba?os, viajan, según la temporada, de un extremo á otro de la llanura; pero los puntos de reunión son siempre las fuentes, y de la mayor ó menor abundancia del manantial depende el poderío de la tribu. La institución patriarcal de los semitas del Asia occidental y de las demás razas del mundo, es debida sobre todo á la carencia de manantiales.
La altiva ciudad griega, y con ella la admirable civilización de los helenos, que continuará resplandeciente á través de la historia, se explica también en gran parte por la forma del Hélada, donde numerosos lagos, separados unos de otros por colinas y elevadas monta?as, tienen cada uno su peque?a familia de arroyuelos y de valles. ?Se puede imaginar Esparta sin el Eurotas, Olimpia sin el Alfeo y Atenas sin el Iliso? Además, los poetas griegos supieron reconocer lo que debía su patria á esas peque?as corrientes de agua que un salvaje de América ni siquiera se dignaría mirar. Los aborígenes del Nuevo Mundo desprecian al arroyo porque ven correr con su terrible majestad los grandes ríos como el Madeira, el Tapajoz y el Amazonas; pero esas enormes masas de agua no las comprenden ni siquiera lo necesario para apreciar su potencia, y al contemplarlas se quedan como estúpidos. El griego, al contrario, lleno de gratitud por el más insignificante hilillo de agua, lo deificaba como una fuerza natural; le construía templos, le erigía estatuas y acu?aba medallas en su honor. Y el artista que grababa ó esculpía esos rasgos divinizados, comprendía tan perfectamente las virtudes íntimas de la fuente, que, al ver la imagen los ciudadanos que corrían á contemplarla, la reconocían inmediatamente.
?Cuán célebres son los nombres de los peque?os arroyuelos del Hélada y del Asia Menor así transfigurados por los
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