El Arroyo | Page 4

Elíseo Reclus
aun, los sitios encantadores en donde alegremente salen del suelo las aguas cristalinas, han sido maldecidos como parajes frecuentados por demonios. Durante los dolorosos siglos de la Edad Media, el temor transformó los hombres, y este sentimiento funesto les hizo ver caras gesticulantes y ridículas, en donde nuestros antepasados sorprendieron la sonrisa de los dioses, transformando en antesala del infierno la alegre tierra que para los helenos fué la base del Olimpo. Los negros sacerdotes, comprendiendo por instinto que la libertad podría renacer del amor á la naturaleza, habían entregado la tierra á los genios infernales; habían puesto los demonios y los fantasmas en el mismo punto que antes ocupaban los dríadas y las fuentes donde en otro tiempo se ba?aban las ninfas. Al nacimiento de las aguas acudían los espectros de los muertos para unir sus sollozos con los quejidos lastimeros de los árboles y el murmullo del agua al chocar con las piedras; era también el punto de reunión de las bestias salvajes, en donde por las noches el siniestro duende se emboscaba detrás de una bre?a para lanzarse de un salto sobre los caminantes y convertirlos en cabalgadura suya. En Francia, como en Espa?a ?cuántas ?fuentes del diablo? y ?bocas de infierno? existen, no frecuentadas por los campesinos supersticiosos, y teniendo únicamente de infernal, sin embargo, esas fuentes temidas y esos antros subterráneos, la majestad salvaje del lugar ó la azul profundidad de sus aguas!
En adelante, á todos los hombres que aman á la vez la poesía y la ciencia, á todos los que deben trabajar de común acuerdo para el bienestar general, corresponde el deber de levantar la maldición arrojada sobre las fecundas y encantadoras fuentes por los sacerdotes de la Edad Media. No adoraremos, es cierto, como nuestros antepasados, arios, semitas ó íberos, el agua transparente que sale á borbotones del suelo; para manifestar nuestro agradecimiento por la vida y las riquezas que produce á las sociedades, no lo construiremos ningún ninfeo, no le dedicaremos ninguna libación solemne, pero en honor de la fuente haremos más que todo eso. Estudiaremos en sus aguas, en su espuma, en la arena que arrastra, en las tierras que disuelve y, á pesar de las tinieblas, remontaremos el curso subterráneo hasta la primera gota que la roca transpira; á la luz del día la seguiremos de cascada en cascada, de curva en curva, hasta llegar al inmensa depósito del mar á donde va á confundirse, y conoceremos con exactitud el papel importante que desempe?a en la historia del planeta. Al mismo tiempo, aprenderemos á utilizarla de un modo completo en el riego de nuestros campos, convirtiéndola en una de nuestras riquezas, poniéndola al servicio común de la humanidad, en vez de dejarla arrasar los cultivos ó perderse en pestilentes pantanos. Cuando hayamos, en fin, comprendido á la fuente con exacta perfección, entonces será nuestra fiel asociada en la obra de embellecimiento del globo; entonces apreciaremos prácticamente su encanto y su belleza, y nuestras miradas no serán ya de infantil admiración. El agua, como la tierra que vivifica, nos parecerá cada día más hermosa en cuanto se haya purificado, no sin pena, de su larga maldición. Las tradiciones de nuestros antepasados, los ciudadanos helénicos, que miraban con tanto amor el perfil de los montes, el nacimiento de las aguas y el contorno accidentado de las orillas del arroyo, han sido vueltas á la vida por nuestros artistas para la tierra entera como para la fuente, y gracias á esta resurrección la humanidad florece de nuevo en su juventud y su alegría.
Cuando empezó el renacimiento de los pueblos europeos, un mito extra?o se propagó entre los hombres. Se contaba que lejos, muy lejos, más allá de los límites del mundo conocido, existía una fuente maravillosa, que reunía las virtudes de todas las demás fuentes; no sólo curaba los males sino que rejuvenecía y daba la inmortalidad. El vulgo creyó esta fábula y se puso á buscar la ?Fuente dé la Juventud,? esperando encontrarla, no en la entrada de los infiernos, como la laguna Estigia, sino al contrario, en un paraíso terrestre, en medio de flores y verdura, bajo una primavera eterna. Después del descubrimiento del Nuevo Mundo, los soldados espa?oles, á millares, se aventuraban con heroísmo inusitado en medio de tierras desconocidas, á través de los bosques, pantanos, barrancos y montes, y en regiones pobladas de enemigos; iban siempre adelante, y cada una de sus etapas se marcaba con la muerte de muchos de ellos; pero los que quedaban avanzaban sin detenerse, esperando hallar al fin, en recompensa de sus esfuerzos, esa agua maravillosa cuyo contacto les haría vencer á la muerte. Aun hoy, según se dice, los pescadores descendientes de los primeros conquistadores espa?oles dan vueltas alrededor de las islas del estrecho de las Bahamas, con la esperanza de ver
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