escultores y los poetas! ?Cuando el viajero desembarca en el Helesponto, sobre las mismas playas donde Ulises y Aquiles sacaron sus embarcaciones sobre la arena; cuando apercibe el llano que en otro tiempo sosten��a las murallas de Troya y ve su propia imagen reflejarse, bien en los famosos manantiales del Escamandro, �� en el agua cristalina del peque?o r��o Simois, donde estuvo �� punto de perecer el valiente Ajax, bien pobre es su imaginaci��n y bien rebelde su coraz��n si no se siente profundamente conmovido en presencia de esas aguas que el viejo Homero ha cantado! ?Qui��n no se sentir�� conmovido al visitar esas fuentes de Grecia, con sus hombres armoniosos de Caliroe, Mnemosina, Hipocrene, Castalia?... El agua que entonces manaba y que contin��a naciendo todav��a, es la que los poetas miraban con amor como si la inspiraci��n hubiera salido del suelo al mismo tiempo que las fuentes; �� esos hilillos transparentes iban �� beber, pensando en la inmortalidad y queriendo leer el destino de sus obras en los rizos de la peque?a laguna y en las peque?as ondulaciones de la cascadita.
?No es posible que haya un viajero que no se deleite recordando esas c��lebres fuentes, si ha tenido la felicidad de contemplarlas un d��a! Yo recuerdo todav��a con verdadera emoci��n las horas y los minutos en que, cual humilde amante de las fuentes, pude dirigir mi mirada hacia las aguas puras de los manantiales de la Sicilia griega, y sor prender en su alegre nacimiento, acariciados por la luz del sol, los peque?os torrentes Aeis y Amenanos, y los borbotones transparentes de Cianea y Aretusa. Es cierto que estas fuentes son hermosas, pero me parec��an mil vecen m��s encantadoras al recordar que muchos millones de hombres ya desaparecidos, las hab��an admirado como yo: una especie de piedad filial me hac��a participar de los sentimientos de todos aquellos, que desde el juicioso Ulises, se hab��an detenido al borde de esas aguas para satisfacer su sed, �� tan s��lo para contemplar la profundidad azul y la cristalina corriente. El recuerdo de los pueblos que se hab��an unido alrededor de esas fuentes, y cuyos palacios y templos se hab��an reflejado temblando sobre la rizada superficie, se mezclaba para m�� con el murmullo de la fuente saliendo fuera de su c��rcel calc��rea �� de lava. Los pueblos han sido destruidos; diversas civilizaciones se han sucedido con su flujo y reflujo de progreso y decadencia; pero la fuente, con su voz clara, no cesa un instante de contar la historia de las antiguas ciudades griegas: m��s aun que la grave historia, las f��bulas con las que los poetas han adornado la descripci��n de las fuentes, sirven en nuestros d��as para resucitar ante nosotros las pasadas generaciones. El riachuelo Acis que festejaban Galatea y las ninfas del bosque y que el gigante Polifemo medio enterr�� entre las rocas, nos habla de una erupci��n del Etna, el gigante terrible, con la mirada de fuego, encendida sobre la como el ojo fijo del Ciclope; Cifanelo �� el Azulado que se coronaba de flores cuando el negro Plat��n vino �� llevarse �� Proserpina para abismarse con ella en las cavernas del infierno, nos hace aparecer los dioses j��venes en la ��poca de sus amores con la tierra virgen todav��a; la encantadora Aretusa que la leyenda nos dice haber venido de Grecia nadando �� trav��s de las olas del mar J��nico, siguiendo la estela de las embarcaciones d��ricas, nos cuenta la emigraci��n de los colonos griegos en su marcha gradual de progreso hacia Occidente. Alfeo, el r��o de Olimpia, corriendo en persecuci��n de la bella Aretusa, hab��a tambi��n salvado el mar y mezclado sus aguas, en las costas de Sicilia, con la onda adorada de la fuente. Seg��n dicen los marinos, se ve �� veces al Alfeo levantarse sobre el mar en grandes borbotones, cerca de los muelles de Siracusa, y en su corriente arremolina las hojas, las flores y los frutos de Grecia. La naturaleza entera, con sus aguas y sus plantas, hab��a seguido al heleno �� su nueva patria.
M��s cerca de nosotros, en el Mediod��a de Francia, pero tambi��n sobre esas vertientes del Mediterr��neo que, por sus rocas blancas, su vegetaci��n y su clima se parece m��s al Africa y �� Siria que �� la Europa templada, una fuente, la de Nimes, nos cuenta las bienandanzas del agua de los manantiales. Fuera de la poblaci��n, se abre un anfiteatro de rocas poblado de pinos, cuyas cimas superiores est��n inclinadas por el viento que baja de la torre Magua: en el fondo de este anfiteatro, entre murallas blancas con balaustres de m��rmol es donde aparece la balsa de la fuente. Alrededor se ven algunos restos de construcci��n antigua. En la orilla misma se levantan aun las ruinas de un templo de las ninfas que se cre��a en otro
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