de Amor de Locura y de Muerte, by Horacio Quiroga
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Title: Cuentos de Amor de Locura y de Muerte
Author: Horacio Quiroga
Release Date: September 20, 2004 [EBook #13507]
Language: Spanish
Character set encoding: ISO-8859-1
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#Cuentos de Amor de Locura y de Muerte#
HORACIO QUIROGA
1917
#INDICE#
Una estaci��n de amor Los ojos sombr��os El solitario La muerte de Isolda El infierno artificial La gallina degollada Los buques suicidantes El almohad��n de pluma El perro rabioso A la deriva La insolaci��n El alambre de p��a Los Mens�� Yagua�� Los pescadores de vigas La miel silvestre Nuestro primer cigarro La meningitis y su sombra
#UNA ESTACION DE AMOR#
#Primavera#
Era el martes de carnaval. N��bel acababa de entrar en el corso, ya al oscurecer, y mientras deshac��a un paquete de serpentinas, mir�� al carruaje de delante. Extra?ado de una cara que no hab��a visto la tarde anterior, pregunt�� a sus compa?eros:
--?Qui��n es? No parece fea.
--?Un demonio! Es lind��sima. Creo que sobrina, o cosa as��, del doctor Arrizabalaga. Lleg�� ayer, me parece...
N��bel fij�� entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era una chica muy joven a��n, acaso no m��s de catorce a?os, pero completamente n��bil. Ten��a, bajo el cabello muy oscuro, un rostro de suprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonio exclusivo de los cutis muy finos. Ojos azules, largos, perdi��ndose hacia las sienes en el cerco de sus negras pesta?as. Acaso un poco separados, lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza o de gran terquedad. Pero sus ojos, as��, llenaban aquel semblante en flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos N��bel detenidos un momento en los suyos, qued�� deslumbrado.
--?Qu�� encanto!--murmur��, quedando inm��vil con una rodilla sobre al almohad��n del surrey. Un momento despu��s las serpentinas volaban hacia la victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente colgante de cintas, y la que lo ocasionaba sonre��a de vez en cuando al galante muchacho.
Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cochero y a��n carruaje: sobre el hombro, la cabeza, l��tigo, guardabarros, las serpentinas llov��an sin cesar. Tanto fu��, que las dos personas sentadas atr��s se volvieron y, bien que sonriendo, examinaron atentamente al derrochador.
--?Qui��nes son?--pregunt�� N��bel en voz baja.
--El doctor Arrizabalaga; cierto que no lo conoces. La otra es la madre de tu chica... Es cu?ada del doctor.
Como en pos del examen, Arrizabalaga y la se?ora se sonrieran francamente ante aquella exuberancia de juventud, N��bel se crey�� en el deber de saludarlos, a lo que respondi�� el terceto con jovial condescencia.
Este fu�� el principio de un idilio que dur�� tres meses, y al que N��bel aport�� cuanto de adoraci��n cab��a en su apasionada adolescencia. Mientras continu�� el corso, y en Concordia se prolonga hasta horas incre��bles, N��bel tendi�� incesantemente su brazo hacia adelante, tan bien, que el pu?o de su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano.
Al d��a siguiente se reprodujo la escena; y como esta vez el corso se reanudaba de noche con batalla de flores, N��bel agot�� en un cuarto de hora cuatro inmensas canastas. Arrizabalaga y la se?ora se re��an, volvi��ndose a menudo, y la joven no apartaba casi sus ojos de N��bel. Este ech�� una mirada de desesperaci��n a sus canastas vac��as; mas sobre el almohad��n del surrey quedaban a��n uno, un pobre ramo de siemprevivas y jazmines del pa��s. N��bel salt�� con ��l por sobre la rueda del surrey, disloc��se casi un tobillo, y corriendo a la victoria, jadeante, empapado en sudor y el entusiasmo a flor de ojos, tendi�� el ramo a la joven. Ella busc�� atolondradamente otro, pero no lo ten��a. Sus acompa?antes se r��an.
--?Pero loca!--le dijo la madre, se?al��ndole el pecho--?ah�� tienes uno!
El carruaje arrancaba al trote. N��bel, que hab��a descendido del estribo, afligido, corri�� y alcanz�� el ramo que la joven le tend��a, con el cuerpo casi fuera del coche.
N��bel hab��a llegado tres d��as atr��s de Buenos Aires, donde conclu��a su bachillerato. Hab��a permanecido all�� siete a?os, de modo que su conocimiento de la sociedad actual de Concordia era m��nimo. Deb��a quedar a��n quince d��as en su ciudad natal, disfrutados en pleno sosiego de alma, si no de cuerpo; y he ah�� que desde el segundo d��a perd��a toda su serenidad. Pero en cambio ?qu�� encanto!
--?Qu�� encanto!--se repet��a pensando en aquel rayo de luz, flor y carne femenina que hab��a llegado a ��l desde el carruaje. Se reconoc��a real y profundamente
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