Cuentos de Amor de Locura y de Muerte | Page 9

Horacio Quiroga
ventanilla que se

perdía.
Pero Lidia no se asomó.

#LOS OJOS SOMBRIOS#

Después de las primeras semanas de romper con Elena, una noche no
pude evitar asistir a un baile. Hallábame hacía largo rato sentado y
aburrido en exceso, cuando Julio Zapiola, viéndome allí, vino a
saludarme. Es un hombre joven, dotado de rara elegancia y virilidad de
carácter. Lo había estimado muchos años atrás, y entonces volvía de
Europa, después de larga ausencia.
Así nuestra charla, que en otra ocasión no hubiera pasado de ocho o
diez frases, se prolongó esta vez en larga y desahogada sinceridad.
Supe que se había casado; su mujer estaba allí mismo esa noche. Por mi
parte, lo informé de mi noviazgo con Elena--y su reciente ruptura.
Posiblemente me quejé de la amarga situación, pues recuerdo haberle
dicho que creía de todo punto imposible cualquier arreglo.
--No crea en esas sacudidas--me dijo Zapiola con aire tranquilo y
serio.--Casi nunca se sabe al principio lo que pasará o se hará después.
Yo tengo en mi matrimonio una novela infinitamente más complicada
que la suya; lo cual no obsta para que yo sea hoy el marido más feliz de
la tierra. Oigala, porque a usted podrá serle de gran provecho. Hace
cinco años me vi con gran frecuencia con Vezzera, un amigo del
colegio a quien había querido mucho antes, y sobre todo él a mí.
Cuanto prometía el muchacho se realizó plenamente en el hombre; era
como antes inconstante, apasionado, con depresiones y exaltamientos
femeniles. Todas sus ansias y suspicacias eran enfermizas, y usted no
ignora de qué modo se sufre y se hace sufrir con este modo de ser.
Un día me dijo que estaba enamorado, y que posiblemente se casaría
muy pronto. Aunque me habló con loco entusiasmo de la belleza de su
novia, esta apreciación suya de la hermosura en cuestión no tenía para

mí ningún valor. Vezzera insistió, irritándose con mi orgullo.
--No sé qué tiene que ver el orgullo con esto--le observé.
--¡Si es eso! Yo soy enfermizo, excitable, expuesto a continuos mirajes
y debo equivocarme siempre. ¡Tú, no! ¡Lo que dices es la ponderación
justa de lo que has visto!
--Te juro...
--¡Bah; déjame en paz!--concluyó cada vez más irritado con mi
tranquilidad, que era para él otra manifestación de orgullo.
Cada vez que volví a verlo en los días sucesivos, lo hallé más exaltado
con su amor. Estaba más delgado, y sus ojos cargados de ojeras
brillaban de fiebre.
--¿Quiere hacer una cosa? Vamos esta noche a su casa. Ya le he
hablado de ti. Vas a ver si es o no como te he dicho.
Fuimos. No sé si usted ha sufrido una impresión semejante; pero
cuando ella me extendió la mano y nos miramos, sentí que por ese
contacto tibio, la espléndida belleza de aquellos ojos sombríos y de
aquel cuerpo mudo, se infiltraba en una caliente onda en todo mi ser.
Cuando salimos, Vezzera me dijo:
--¿Y?... ¿es como te he dicho?
--Sí--le respondí.
--¿La gente impresionable puede entonces comunicar una impresión
conforme a la realidad?
--Esta vez, sí--no pude menos de reirme.
Vezzera me miró de reojo y se calló por largo rato.
--¡Parece--me dijo de pronto--que no hicieras sino concederme por

suma gracia su belleza!
--¿Pero estás loco?--le respondí.
Vezzera se encogió de hombros como si yo hubiera esquivado su
respuesta. Siguió sin hablarme, visiblemente disgustado, hasta que al
fin volvió otra vez a mí sus ojos de fiebre.
--De veras, de veras me juras que te parece linda?
--¡Pero claro, idiota! Me parece lindísima; ¿quieres más?
Se calmó entonces, y con la reacción inevitable de sus nervios
femeninos, pasó conmigo una hora de loco entusiasmo, abrasándose al
recuerdo de su novia.
Fuí varias veces más con Vezzera. Una noche, a una nueva invitación,
respondí que no me hallaba bien y que lo dejaríamos para otro
momento. Diez días más tarde respondí lo mismo, y de igual modo en
la siguiente semana. Esta vez Vezzera me miró fijamente a los ojos:
--¿Por qué no quieres ir?
--No es que no quiera ir, sino que me hallo hoy con poco humor para
esas cosas.
--¡No es eso! ¡Es que no quieres ir más!
--¿Yo?
--Sí; y te exijo como a un amigo, o como a ti, que me digas justamente
esto: ¿Por qué no quieres ir más?
--¡No tengo ganas!... ¿Te gusta?
Vezzera me miró como miran los tuberculosos condenados al reposo, a
un hombre fuerte que no se jacta de ello. Y en realidad, creo que ya se
precipitaba su tisis.

Se observó en seguida las manos sudorosas, que le temblaban.
--Hace días que las noto más flacas... ¿Sabes por qué no quieres ir más?
¿Quieres que te lo diga?
Tenía las ventanas de la nariz contraídas, y su respiración acelerada le
cerraba los labios.
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