Cádiz | Page 7

Benito Pérez Galdós
indiferencia.
--Toma, toma aire, que te incendias por todos lados--me dijo agitando delante de mí su abanico--. Don Rodrigo en la horca no tiene más orgullo que este general en agraz.
Cuando esto decía, sentí la voz de do?a Flora y los pasos de un hombre. Do?a Flora dijo:
--Pase usted milord, que aquí está la condesa.
--Mírale... verás--me dijo Amaranta con crueldad--y juzgarás por ti mismo si la ni?a ha tenido mal gusto.
Entró do?a Flora seguida del inglés. Este tenía la más hermosa figura de hombre que he visto en mi vida. Era de alta estatura, con el color blanquísimo pero tostado que abunda en los marinos y viajeros del Norte. El cabello rubio, desordenadamente peinado y suelto según el gusto de la época, le caía en bucles sobre el cuello. Su edad no parecía exceder de treinta o treinta y tres a?os. Era grave y triste pero sin la pesadez acartonada y tardanza de modales que suelen ser comunes en la gente inglesa. Su rostro estaba bronceado, mejor dicho, dorado por el sol, desde la mitad de la frente hasta el cuello, conservando en la huella del sombrero y en la garganta una blancura como la de la más pura y delicada cera. Esmeradamente limpia de pelo la cara, su barba era como la de una mujer, y sus facciones realzadas por la luz del Mediodía dábanle el aspecto de una hermosa estatua de cincelado oro. Yo he visto en alguna parte un busto del Dios Brahma, que muchos a?os después me hizo recordar a lord Gray.
Vestía con elegancia y cierta negligencia no estudiada, traje azul de pa?o muy fino, medio oculto por una prenda que llamaban sortú, y llevaba sombrero redondo, de los primeros que empezaban a usarse. Brillaban sobre su persona algunas joyas de valor, pues los hombres entonces se ensortijaban más que ahora, y lucía además los sellos de dos relojes. Su figura en general era simpática. Yo le miré y observé ávidamente, buscándole imperfecciones por todos lados; pero ?ay!, no le encontré ninguna. Mas me disgustó oírle hablar con rara corrección el castellano, cuando yo esperaba que se expresase en términos ridículos y con yerros de los que desfiguran y afean el lenguaje; pero consolome la esperanza de que soltase algunas tonterías. Sin embargo no dijo ninguna.
Entabló conversación con Amaranta, procurando esquivar el tema que impertinentemente había tocado do?a Flora al entrar.
--Querida amiga--dijo la vieja--, lord Gray nos va a contar algo de sus amores en Cádiz, que es mejor tratado que el de los viajes por Asia y áfrica.
Amaranta me presentó gravemente a él, diciéndole que yo era un gran militar, una especie de Julio César por la estrategia y un segundo Cid por el valor; que había hecho mi carrera de un modo gloriosísimo, y que había estado en el sitio de Zaragoza, asombrando con mis hechos heroicos a espa?oles y franceses. El extranjero pareció oír con suma complacencia mi elogio, y me dijo después de hacerme varias preguntas sobre la guerra, que tendría grandísimo contento en ser mi amigo. Sus refinadas cortesanías me tenían frita la sangre por la violencia y fingimiento con que me veía precisado a responder a ellas. La maligna Amaranta reíase a hurtadillas de mi embarazo, y más atizaba con sus artificiosas palabras la inclinación y repentino afecto del inglés hacia mi persona.
--Hoy--dijo lord Gray--hay en Cádiz gran cuestión entre espa?oles e ingleses.
--No sabía nada--exclamó Amaranta--. ?En esto ha venido a parar la alianza?
--No será nada, se?ora. Nosotros somos algo rudos, y los espa?oles un poco vanagloriosos y excesivamente confiados en sus propias fuerzas, casi siempre con razón.
--Los franceses están sobre Cádiz--dijo do?a Flora--, y ahora salimos con que no hay aquí bastante gente para defender la plaza.
--Así parece. Pero Wellesley--a?adió el inglés--ha pedido permiso a la Junta para que desembarque la marinería de nuestros buques y defienda algunos castillos.
--Que desembarquen; si vienen, que vengan--exclamó Amaranta--. ?No crees lo mismo, Gabriel?
--Esa es la cuestión que no se puede resolver--dijo lord Gray--, porque las autoridades espa?olas se oponen a que nuestra gente les ayude. Toda persona que conozca la guerra ha de convenir conmigo en que los ingleses deben desembarcar. Seguro estoy de que este se?or militar que me oye es de la misma opinión.
--Oh, no se?or; precisamente soy de la opinión contraria--repuse con la mayor viveza, anhelando que la disconformidad de pareceres alejase de mí la intolerable y odiosísima amistad que quería manifestarme el inglés--. Creo que las autoridades espa?olas hacen bien en no consentir que desembarquen los ingleses. En Cádiz hay guarnición suficiente para defender la plaza.
--?Lo cree usted?--me preguntó.
--Lo creo--respondí procurando quitar a mis palabras la dureza y sequedad que quería infundirles el corazón--. Nosotros agradecemos el auxilio que nos están dando nuestros aliados, más por odio al común enemigo que por amor a nosotros; esa es la verdad.
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