Arroz y Tartana | Page 3

Vicente Blasco Ibáñez
era poco sensible a la galanter��a callejera. Acog��ala con un gesto de r��stico desprecio, un fruncimiento de labios desde?oso: algo que mostrase la indignaci��n de una castidad hasta la rudeza, la insolencia de una virtud salvaje.
Do?a Manuela pareci�� decidida por fin a lanzarse en el viviente oleaje de la plaza.
--Vamos, Visanteta, no perdamos tiempo.... T��, Nelet, marcha delante y abre paso.
Y el cazurro Nelet, siempre con aire de fastidio, comenz�� a andar hendiendo la muchedumbre al trav��s, contestando dignamente con sus brazos de carretero a los codazos y empujones y cubriendo con su corpach��n a la se?ora y la criada.
La multitud, chocando cestas y capazos, arremolin��base en el arroyo central; d��banse tremendos encontrones los compradores; algunos, al mirar atr��s, tropezaban rudamente con los m��stiles de los toldos, y m��s de una vez, los que con el cesto de la compra a los pies regateaban tenazmente eran sorprendidos por el embate brutal y arrollador del agitado mar de cabezas. Algunos carros cargados de hortalizas avanzaban lentamente rompiendo la corriente humana, y al sonar el pito del tranv��a que pasaba por el centro de la plaza, la gente apart��base lentamente, abriendo paso al jamelgo que tiraba del charolado coche, atestado de pasajeros hasta las plataformas. Sobre el zumbido confuso y mon��tono que produc��an los miles de conversaciones sostenidas a la vez en toda la plaza, destac��banse los gritos de los vendedores sin puesto fijo, agudos y rechinantes unos, como chillido de p��jaro pedig��e?o, graves y foscos otros, como si ofreciesen la mercanc��a con mal humor.
En medio de este continuo pregonar, entre la descarga de ofertas a grito pelado, destac��banse algunas voces melanc��licas y t��midas ofreciendo ??medias y calcetines!?. Eran los sencillos aragoneses, golondrinas de invierno que, al caer las primeras nieves que dejan el campo muerto y el hogar sin pan, levantan el vuelo con su cargamento de lana, y desde el fondo de la provincia de Teruel llegan, a Valencia, ofreciendo lo que la familia fabrica durante el a?o. Eran los seres pacienzudos, honradotes y laboriosos a quienes la insolencia valenciana designa con el apodo de churros, t��tulo entre compasivo e infamante. Robustos, cargados de espalda, con la cabeza inclinada como signo de perpetua esclavitud y miseria, v��laseles pasar lentamente con su traje de pa?o burdo, estrecho pa?izuelo arrollado a las sienes, y entre ��ste y el abierto cuello de la camisa el rostro rojizo, agrietado y lustroso, con espesas cejas y ojillos de inocente malicia. Colgando de los brazos o en el fondo de dos bolsones de lienzo, llevaban las medias de lana burda y asfixiante, los calcetines ��speros que un pu?al no podr��a atravesar. Es el capital de su familia; lo que la mujer y las hijas han hecho unas veces al sol, guardando las ovejas, y otras de noche, junto a los sarmientos humeantes de la cocina. En la venta del burdo g��nero est��n las patatas y el pan para todo el a?o; y so?ando con la inmensa felicidad de volver a casa con una docena de duros, zapatos para las hijas y un refajo para la mujer, pasean tristes y resignados por entre el gent��o, lanzando a cada minuto su grito melanc��lico como una queja: ??Medias y calcetines...! ?el mediero!?
Do?a Manuela iba mal por el arroyo. Caus��banle n��useas los carros repletos del esti��rcol recogido en los puntos de venta: hortalizas pisoteadas, frutas podridas, todo el fermento de un mercado en el que siempre hay sol.
--Vamos a la acera--dijo a sus criados--. Compraremos primero las verduras.
Y subieron a la acera de la Lonja, pasando por entre los grupos de gente menuda que, con un dedo en la boca o hurg��ndose las narices, contemplaba respetuosamente los pastorcillos de Bel��n y los Reyes Magos hechos de barro y colorines, estrellas de lat��n con rabo, pesebres con el Ni?o Jes��s, todo lo necesario, en fin, para arreglar un Nacimiento.
Do?a Manuela marchaba por el estrecho callej��n que formaban las huertanas, sentadas en silletas de esparto, teniendo en el regazo la mugrienta balanza, y sobre los cestos, colocados boca abajo, las frescas verduras. All��, los obscuros manojos de espinacas; las grandes coles, como rosas de blanca y rizada blonda encerradas en estuches de hojas; la escarola con tonos de marfil; los humildes nabos de color de tierra, erizados todav��a de sutiles ra��ces semejantes a canas; los apios, cabelleras vegetales, guardando en sus frescas bucles el viento de los campos, y los r��banos, encendidos, destac��ndose como gotas de sangre sobre el mullido lecho de hortalizas. M��s all��, filas de sacos mostrando por sus abiertas bocas las patatas de Arag��n, de barnizada piel, y tras ellos los churros, cohibidos y humildes, esperando quien les compre la cosecha, arrancada a una tierra ingrata en fuerza de ara?ar todo un a?o sus entra?as sin jugo.
Do?a Manuela comenz�� sus compras, emprendiendo con las vendedoras una serie de feroces
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