Arroz y Tartana | Page 4

Vicente Blasco Ibáñez
humildes, esperando quien les compre la
cosecha, arrancada a una tierra ingrata en fuerza de arañar todo un año
sus entrañas sin jugo.
Doña Manuela comenzó sus compras, emprendiendo con las
vendedoras una serie de feroces regateos, más por costumbre que por
economía. Nelet, levantando las tapas de la cesta, iba arreglando en el
interior los manojos de frescas hortalizas, mientras la señora no dejaba
tranquilo un solo instante su limosnero, pagando en piezas de plata y
recibiendo con repugnancia calderilla verdosa y mugrienta.
Ya estaba agotado el artículo de verduras; ahora a otra cosa. Y
atravesando el arroyo, pasaron a la acera de enfrente, a la del Principal,
donde estaban los vendedores del casquijo, ¡Vaya un estrépito de mil
diablos! Bien se conocía la proximidad de las escalerillas de San Juan,
con sus lóbregas cuevas, abrigo de los ruidosos hojalateros. Un
martilleo estridente, un incesante trac-trac del latón aporreado salía de
cada una de las covachuelas, cuyas entradas lóbregas, empavesadas con
candiles y farolillos, alcuzas y coberteras, todo nuevo, limpio y
brillante, recordaban las lorigas de aceradas escamas de los legionarios
romanos.
Doña Manuela huyó de este estrépito, que la ponía nerviosa; pero antes

de llegar al Principal hubo de detenerse entre sorprendida y medrosa.
En el arroyo, la gente se arremolinaba gritando; algunos reían y otros
lanzaban exclamaciones indecentes, chasqueando la lengua como si se
tratara de una riña de perros. Asustada en el primer momento por las
ondulaciones violentas de la muchedumbre que llegaban hasta ella, no
sabía si huir u obedecer a su curiosidad, que la retenía inmóvil. ¿Qué
era aquello...? ¿Se pegaban? La multitud abrió paso, y veloces, con
ciego impulso, como espoleadas por el terror, pasaron una docena de
muchachas despeinadas, greñudas, en chancleta, con la sucia faldilla
casi suelta y llevando en sus manos, extendidas instintivamente para
abatir obstáculos, un par de medias de algodón, tres limones, unos
manojos de perejil, peines de cuerno, los artículos, en fin, que pueden
comprarse con pocos céntimos en cualquier encrucijada. Aquel rebaño
sucio, miserable y asustado, con la palidez del hambre en las carnes y la
locura del terror en los ojos, era la piratería del Mercado, los parias que
estaban fuera de la ley, los que no podían pagar al Municipio la licencia
para la venta, y al distinguir a lo lejos la levita azul y la gorra dorada
del alguacil, avisábanse con gritos instintivos, como los rebaños al
presentir el peligro, y emprendían furiosa carrera, empujando a los
transeúntes, deslizándose entre sus piernas, cayendo para levantarse
inmediatamente, abriendo agujeros en la masa humana que obstruía la
plaza. La gente reía ante esta desbandada al galope, celebrando la
persecución del alguacil. Nadie comprendía lo que era para aquellas
infelices la pérdida de su mísera mercancía, la desesperada vuelta al
tugurio paterno, donde aguardaba la madre dispuesta a incautarse del
par de reales de ganancia o a administrar una paliza.
Doña Manuela también rió un poco, siguiendo con la vista la ruidosa
persecución que se alejaba, y entró después en el mercado de casquijo,
buscando las golosinas silvestres que la gente rumia con fruición en
Navidad, olvidándolas durante el resto del año. Los puestos de venta
llegaban hasta las mismas puertas del Principal; los compradores
codeábanse con el centinela, y los dos oficiales de la guardia, con las
manos metidas en el capote y las piernas golpeadas por el inquieto
sable, paseaban por entre el gentío buscando caras bonitas.
Andábase con dificultad, temiendo meter el pie en las esteras de esparto

redondas y de altos bordes, en las cuales amontonábanse, formando
pirámide, las lustrosas castañas de color de chocolate y las avellanas,
que exhalaban el acre perfume de los bosques. Las nueces lanzaban en
sus sacos un alegre cloc-cloc cada vez que la mano del comprador las
removía para apreciar su calidad; y un poco más adentro, como un
tesoro difícil de guardar, estaba en pequeños sacos la aristocracia del
casquijo, las bellotas dulzonas, atrayendo las miradas de los golosos.
Acababa de hacer su compra doña Manuela, cuando hubo de volver la
cabeza sintiendo en la espalda una amistosa palmada.
Era un señor entrado en años, con un sombrero de cuadrada copa, de
forma tan rara, que debía pertenecer a una moda remota, si es que tal
moda había existido. Iba embozado en una capa vieja, por bajo de la
cual asomaba una esportilla de compras, y por encima del embozo de
raído terciopelo mostrábase su rostro lleno y colorado, en el que los
detalles más salientes, aparte de las arrugas, eran un bigote de cepillo y
unas cejas canosas, tan oblicuas, que hacían recordar los chinos de los
abanicos.
--¡Juan!--exclamó doña Manuela.
Visanteta dio con un codo al cochero y le habló al oído. Era don Juan,
el hermano de la señora, aquel de quien todos hablaban
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