sus pies, decía con la risita burlona que a do?a Manuela, según confesión propia, le ?requemaba la sangre?:
--De compras, ?eh...? Yo también voy danzando por el Mercado hace más de una hora. ?Válgame Dios, cómo está todo! Comprendo que los pobres no puedan comer.... Chica, si empiezas así vas a llevar a casa medio Mercado.... Eso son bellotas, ?verdad? Comida de ricos; quien puede gasta. Eso sólo lo compra la gente de dinero.
--?Que tú no compras?--dijo do?a Manuela sonriendo, a pesar de que no ocultaba el efecto que le producían las palabras de su hermano.
--?Quién...? ?yo...? ?Bueno va! A mí nadie me estafa.
Y al decir esto miró al vendedor con tanta indignación como si fuese un enemigo del sosiego público; pero el palurdo, inmóvil y con las manos metidas en la faja, no se dignó reparar en la ferocidad agresiva del avaro.
--Además--continuó don Juan--, ?para qué quiero yo eso? Los que no tenemos dientes hemos de abstenernos de muchas cosas; muchas gracias si uno puede comer sopas de ajos y tiene con qué pagarlas.... Algo he comprado: unas pocas casta?as y nueces; pero no para mí, son para Vicenta, que aunque ya es vieja tiene una dentadura envidiable. Poquita cosa. Ya ves tú... para mí y la criada poco necesitarnos. Además, todo va por las nubes, y dinero hay poco.... ?Je, je...!
Y el viejo reía como si gozase interiormente de repetir a su hermana en todos los tonos que era muy pobre.
--Vamos, cállate--dijo do?a Manuela con voz temblorosa, sin ocultar ya su irritación--. Me disgusto cada vez que te oigo hablar de pobreza; sólo falta que me pidas una limosna.
--Mujer, no te irrites.... No quiero hacer creer que necesito limosnas; soy pobre, pero aún tengo para no morirme de hambre, y sobre todo, con orden y economía, sin querer aparentar más de lo que realmente se tiene, lo pasa cualquiera tan ricamente.
Y estas palabras las subrayó el viejo con el acento y la mirada burlona que fijaba en su hermana.
--Juan, toda la vida serás un miserable. ?De qué te sirve guardar tanto dinero...? ?Vas a llevarlo al otro mundo?
--?Yo...? Pienso retardar todo lo posible ese viaje, y tiempo me queda para malgastar antes los cuatro cuartos que guardo.... No quiero que nadie se ría de mí después de muerto.
Do?a Manuela púsose seria, más que por lo que decía su hermano, por lo que adivinaba en su mirada. Tal vez por esto don Juan cambió de conversación.
--Di, Manuela, ?y Juanito?
--En la tienda. Si tengo tiempo entraré a verle.
--Dile que venga ma?ana. Aunque sea un grandullón, no quiero privarme del gusto de darle el aguinaldo como cuando era un chicuelo.
El viejo, al decir esto, ya no mostraba la sonrisa irónica y parecía hablar con sinceridad.
--También irán a verte las ni?as y Rafael.
--Que vengan--contestó don Juan, en quien reapareció la mortificante sonrisa--. Les daré una peseta de aguinaldos; lo único que se puede permitir un tío pobre.
--?Calla, avaro...! Me avergüenzas. Eres capaz de morirte de hambre por no gastar un céntimo.... ?Por qué no vienes a comer con nosotros ma?ana?
El tono festivo y cari?oso con que ella dijo estas palabras alarmó más a don Juan que la seriedad irritada de momentos antes.
--?Quién...? ?yo...? Tengo hechos mis preparativos; no quiero ofender a mi vieja Vicenta, que se propone lucirse como cocinera. Mira, también yo gasto, aunque soy un pobre.
Y al decir esto, se?alaba a un pillete mandadero, inmóvil a corta distancia, con un capón gordo y lustroso en los brazos.
Do?a Manuela avanzó el labio superior en se?al de desprecio.
--?Valiente compra! ?Y eso es para todas las Pascuas? No te arruinarás... ni llenarás mucho el estómago.
--No todos son tan ricos como tú, marquesa, ni pueden ir a la compra con un par de criados. únicamente los que tienen millones pueden ser rumbosos.
Y tras estas palabras, que debían encerrar mortificante intención, don Juan se despidió, como si deseara que su hermana quedase furiosa contra él.
--Adiós, Manuela; que compres mucho y bien.
--Adiós, avaro....
Y los dos hermanos se separaron sonriendo, como si cambiaran frases cari?osas y en su interior rebosase el afecto.
La se?ora siguió adelante, pasando por entre los puestos de la miel, donde aleteaban las avispas, apelotonándose sobre el barniz de las peque?as tinajas.
Do?a Manuela iba siguiendo los callejones tortuosos formados por las mesas cercanas al mercadillo de las flores. Allí estaba toda la aristocracia del Mercado, la sangre azul de la reventa, las mozas guapas y las matronas de tez tostada y espléndidas carnes, con su aderezo de perlas y pa?uelo de seda de vivos colores. Do?a Manuela continuaba haciendo sus compras, deteniéndose ante los productos raros y extra?os para la estación que puede ofrecer una huerta fecunda, cuyas entra?as jamás descansan y que el clima convierte en invernadero. En lechos de hojas estaban alineados y colocados con cierto arte los pimientos y tomates, con sus
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