a hacer uso de la palabra en la ceremonia de
inauguración. Entonces, refiriéndome en un breve discurso dicho en la plaza pública, y
que por ello no podía ser ni largo, ni reposado, ni serenamente meditado, a aquello que
para mí constituía carácter típico y saliente de Martí, señalaba estas dos circunstancias
que no diré que sean absolutamente exclusivas de él, pero que en realidad son en él más
prominentes que en ningún hombre que haya podido vivir una vida análoga a la suya y
que se haya impuesto una misión como la que él se impuso.
En primer lugar, un hombre que movía a los demás a pelear, que encendía en su patria la
hoguera de la lucha tremenda, que condenaba a sus hermanos a pasar por la crisis de un
terrible martirio, estaba al propio tiempo animado de un amor sin límites a la humanidad
y de una benevolencia para todos los humanos, por malignos que fuesen o por errados
que estuvieran; entre otros, y tal vez principalmente, para los que consideraba sus
enemigos. Y además hubo en él rasgo peculiar de su tarea y de su esfuerzo: de todos los
hombres que han podido determinar a una colectividad, grande o pequeña, a realizar una
obra común, un propósito general, quizás él sea el que representa en esa obra común una
parte más grande por razón de su esfuerzo individual. Martí, en efecto, fue el
determinante principalísimo de la revolución cubana. El pueblo cubano, en aquel tiempo,
y cuantos vivimos en aquella época lo sabemos, no quería en su mayoría al menos, la
revolución. El Gobierno de España nos había dejado entrever una mejor condición
política, sin sacudidas ni agitaciones violentas. Tan cierto es que aquello hubiera podido
contener la obra revolucionaria que, como se ha dicho después y repetido muchas veces,
la actitud que tomó el Gobierno español por la iniciativa del Ministro Maura contuvo un
poco a Martí. Le pareció que su ideal y su tarea corrían peligro si aquellas reformas
políticas se implantaban en Cuba de buena fe y eran generalmente aceptadas por el
pueblo cubano, en virtud de lo cual él ya no tendría ambiente adecuado para poner por
obra sus propósitos. Fue la obcecación de los políticos españoles, de acá y de allá, la que
se levantó como una barrera ante el Ministro que acabo de indicar y dejó el terreno aun
más preparado que antes lo estaba para que pudiera fructificar la semilla. No obstante, el
Gobierno español, volvió, como todos sabemos, a la idea de reformas políticas. El plan
del señor Maura se desechó; pero se planteó otro nuevo, que llevó el nombre de Abarzuza;
y aun cuando la generalidad entre nosotros creyó que se iba a obtener menos de lo
prometido, la mayoría se resignaba a obtener aquello, a cambio de no tener delante de sí
el fantasma de ninguna agitación, de ninguna revolución, de ninguna lucha. Yo recuerdo
que no ya entre los elementos españoles, sino aun entre los elementos cubanos, y muy
cubanos, y muy probados, pero que no se encontraban en la conspiración que estallaba en
aquellos instantes, fue un efecto terrible el que produjeron los primeros movimientos. He
tratado a algunos, emigrados de la guerra de los diez años, de aquellos que desde su
principio marcharon a los Estados Unidos o a algunas de las Repúblicas
Hispanoamericanas, que consideraron un acto de locura el que se iniciaba en aquellos
días. Creyeron que todo lo que se había adelantado, en 17 años de predicación pacífica,
por el Partido Autonomista, iba a ser irremediablemente perdido; y un amigo particular
mío, que se hallaba en Madrid cuando los primeros sucesos estallaron, que salió de
España muy poco después y regresó a Cuba, hubo de declararme que en una entrevista
que tuvo pocos días antes de embarcarse con el famoso tribuno español don Emilio
Castelar, este le significó que en Cuba, se había cometido un acto de demencia
irreparable, y que los que lo cometían y los que no lo cometían, en virtud de irremediable
consecuencia de la solidaridad, verían perturbado el sistema político de Cuba, ya que
aquellos sucesos lo harían volver mucho más atrás de donde se encontraba en el momento
en que se iniciaron los primeros esbozos de un plan de reformas. Y esa idea de don
Emilio Castelar era la idea que aquí tengan todos los que no estaban, diré mejor, los que
no estábamos comprendidos en la conspiración; porque a pesar del papel que yo
posteriormente pude desempeñar, modesto y obscuro, en el movimiento revolucionario,
he de declararlo sinceramente, y nunca he pretendido lo contrario, en la conspiración
inicial no estuve comprendido ni iniciado; hasta el punto de que, no sospechando que yo
podía ser capaz de semejante cosa, el señor Juan Gualberto Gómez, a pesar
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